Opinión

Tarragona

Los soberbios vestigios del poder romano, las grandes puertas de la muralla, el Anfiteatro, el templo de Augusto... Desde una cornisa de su Rambla Nova vemos el espectáculo grandioso de una ciudad que perdura entre el mar y el campo. El poder de Roma tuvo en ella un balcón hacia el Mediterráneo. Las estatuas de Augusto alardean aquí con la magnificencia con que lo harían cuando el lugar era una colonia romana que presumía de esplendor en forma de monumentos civiles. Se encuentra en un castro desde donde vigila al mar. Eugenio Nadal decía que podía ser Micenas mirando hacia el Egeo. Nunca se ha ocultado del mar, se hincó de bruces ante su azul, le rindió homenaje mirándolo de frente, bajo el arco hermoso del cielo. Los torreones romanos pespuntean un paisaje de un clasicismo suave, rojizo, azulón. Los alcores que rodean la ciudad lucen de olivos, almendros y avellanas. En el centro se levanta una Catedral celosa de sus recuerdos. Pero Tarragona no es sólo memoria, historia, columnas quebradas sobre el dibujo de la costa... En sus calles no se vive lentamente. La Muralla que empezaba en el portal de San Francisco y llegaba hasta Santa Clara, todavía guarda un hervidero de vida. Igual que en tiempos de las Cruzadas. Antiguamente, se lanzaron contra ella fenicios, romanos, franceses, etíopes, godos, sarracenos, piratas... También hoy muchas nacionalidades pasean por sus calles estrechas, detrás del palacio del Arzobispo. La que antaño sirvió para guardar a las gentes, sigue siendo cuidada y amada por quienes viven bajo su sombra. Sin catapultas, minas ni cañones, crecen a su alrededor estupendos establecimientos con una exquisita oferta gastronómica. Ahora son los edificios con balcones quienes sustituyen a almenas y morteros. La vida es añil en sus ramblas. La torre de los Escipiones se embebe de la lumbre de la luz, con el color de la miel caliente, que diría Gabriel Miró. Tarragona mira hacia el mar y la historia, pero también al futuro. Los restos de Roma se encuentran esparcidos por doquier. Las elegantes casas romanas, recogidas bajo su Muralla, conformaban a la antigua Tarraco. El espacio urbano era un friso que escanciaba luz por los cuatro costados. Todavía nos recuerda que la civilización viene del mar. Que debemos adorar la reliquia de sus aguas.