Opinión

Soller

Tendido en la costa noroeste de Mallorca. Los primeros vestigios arqueológicos remiten a un pasado tan remoto que produce escalofríos: unas estatuas de bronce que representan divinidades bélicas y pertenecen a una época comprendida entre los años 5200 y 2700 a. De C. Antaño la codiciaron corsarios argelinos, tunecinos; hogaño, jubilados alemanes (de una manera mucho más amable, claro). Siempre ha habido extranjeros dispuestos a hacerse con su belleza, sus riquezas, con la luz temblorosa que flota amigable en el puerto. La localidad está resguardada por montañas que la vigilan con persistencia de concha. El pico más alto de Mallorca hace de centinela mayor, y se llama así, Puigmajor, siempre orgulloso y espía, con su mirada peñascal y una cresta ermitaña. Este picacho tiene vocación alpina, sirve para acechar sobre la isla. Es un espacio natural con radares militares incluidos. De condiciones severas. Las plantas que prosperan en él se ganan a pulso la supervivencia, enraízan en poca tierra, una se atrevería decir que casi sobre la piedra. Soller es suave y agreste a la vez, un retablo de casitas enlucidas con el color de un acantilado. Sus habitantes guardan una memoria de bravura y orgullo ancestral. Se cuentan historias legendarias sobre cómo los piratas argelinos, en gran número, se dispusieron a invadir la localidad, dividiéndose en dos grupos. Uno atacó desde el norte, y otro entró por el puerto. Los sollerics se defendieron bravamente y recuerdan la hazaña cada año con una fiesta que celebran el 11 de mayo. El ataque los volvió precavidos y construyeron una muralla. Quedan pocos restos de ella, sin embargo la imaginación colectiva no ha olvidado que la belleza es vulnerable. Soller, con su vocación de aguamarina, de pintura al pastel bajo la fortaleza de sus cielos, resiste al tiempo, a los forasteros, que ahora constituyen un tesoro en vez de llegar al pueblo para saquearlo. Vive entre naranjos que dan frutos como golosinas, se hace al mar con la mirada, y se arropa en su puerto, al calor de las montañas. A la hora de la siesta, el cielo parece el ala de una mariposa dorada. Y la costa acantilada, cercana y presentida, es una señal de vida, la cifra sagrada con que el hondo mar siembra en los ojos una perenne primavera.