Opinión

Más déficit, más impuestos

España ha sido capaz de reducir sostenidamente el déficit público desde 2012 debido a nuestro acelerado crecimiento económico. Es verdad que una cierta austeridad fue importante durante los primeros años de la recuperación para contener el gasto público y para exhibir una cierta voluntad de ajuste frente a los inversores extranjeros, pero, a partir de 2014, todo el saneamiento del déficit público ha procedido del aumento de los ingresos fiscales que, a su vez, dependía de la expansión de nuestro PIB. De ahí que la progresiva ralentización que estamos experimentando en nuestra actividad productiva no solo vaya a afectar negativamente al empleo (tal como ya hemos presenciado en la EPA del segundo trimestre de 2019 y a su vez en los datos de paro registrado de los meses de julio y agosto), sino también al ritmo de reducción de nuestro desequilibrio presupuestario. Este incipiente problema –que dejemos de disminuir nuestro déficit como consecuencia del menor aumento de nuestros ingresos– es el que ya empieza a manifestarse en las finanzas públicas del Reino de España. Y es que este pasado martes conocimos que el desequilibrio presupuestario del conjunto de las Administraciones Públicas (a excepción de las corporaciones locales) se elevó hasta el 2,1% del PIB en los primeros seis meses del año. La cifra es negativa tanto por la evolución que representa (un 17,4% más que en el mismo periodo de 2018), como por su magnitud relativa frente a los objetivos para el conjunto de este ejercicio. A la postre, el Gobierno se ha comprometido con Bruselas a cerrar el año con un déficit del 2% del PIB. O expresado de otro modo, durante la primera mitad de 2019, y aun cuando todavía falte por computar el superávit de los ayuntamientos, ya superamos (o estamos muy cerca de superar) la marca presupuestaria que habíamos aceptado para la totalidad del ejercicio. Si los ingresos no acompañan y los gastos continúan aumentando sin freno (recordemos que este no solo ha sido el año de la subida de las pensiones, sino también de los muy electoralistas «viernes sociales»), la brecha entre nuestros cobros y nuestros pagos no dejará de ensancharse. De ahí que, conforme profundicemos en el frenazo económico, el nuevo Gobierno de España deberá inevitablemente tomar una de estas dos decisiones: o recortar los gastos o subir los impuestos para reequilibrar nuestro saldo deficitario. Y, desde luego, un futurible Ejecutivo de Pedro Sánchez sabemos sobradamente qué camino ansía tomar: el de aumentar desacomplejadamente los tributos que pesan sobre los ciudadanos españoles. Pero, dejando de lado lo restrictivo para nuestras libertades que resulta multiplicar la presión fiscal que soportamos, es incuestionable que subir impuestos en la actual coyuntura macroeconómica representa un despropósito mayúsculo que solo contribuiría a agravar nuestra desaceleración. Disparar el gasto público jamás fue gratis. El problema es que comenzaremos a pagar su muy onerosa factura en uno de los peores momentos posibles. Eso siempre, claro está, que las cada vez más cercanas urnas del 10 de noviembre no consigan evitarlo.