Opinión

La voz en el tiempo

Hoy, y pido disculpas por la egolatría, cumplo 58 años. El lector de este periódico evidentemente no tiene porqué soportar que le aburra con reiterados detalles sobre mi vida, pero es que, como las columnas se entregan con cierta antelación, me he dado cuenta de un fenómeno curioso: si a mí me sucediera algo definitivo en este lapso de tiempo y no alcanzara la onomástica, ustedes estarían escuchando mi voz narrativa dentro de sus mentes incluso aunque yo no existiera. No pretendo ser morboso sino más bien festivo, porque el argumento reafirma que el lenguaje es más grande que el ser humano y no hay mejor noticia que esa para una columna con nombre de biblioteca. La voz humana es una cosa muy individual e intransferible (menos, por supuesto, en el caso de Carlos Latre). La voz traslada tales particularidades de singularidad, que los nuevos sistemas de identificación usan el reconocimiento de voz para acceder a nuestros dispositivos electrónicos (lo cual, insisto, coloca a Carlos Latre en la curiosa posición de ganzúa humana universal). Pero si además a la voz literaria se le añade el discurso propio (la manera de expresarnos, con sus elecciones léxicas, sus giros gramaticales, su humor y sus obsesiones personales) tenemos ante nuestros ojos el mejor retrato de un cerebro ajeno.

Fíjense, es algo maravilloso: yo tengo una idea en mi mente, la pongo en un conjunto de rayitas y signos que forman letras y usted, lector, decodifica esas rayitas y, a causa de ello, ve la misma imagen en su mente. ¿No es prodigioso? Luego vendrán los estafadores de la telemadrugada a decirnos que la telepatía existe. Ya lo sabíamos, bobo, pero no es para darse tanto pisto ni hacerse el interesante: se llama escritura y la inventaron los sumerios hace miles de años.

Por tanto, entiendan que hoy para mí es un día de celebración. No tanto por mi edad, que empieza a ser intolerablemente excesiva, como por el lenguaje. Si calculo que me enseñaron a escribir sobre los cinco años, eso supone más de medio siglo de placer del lenguaje, la lectura y la escritura; cosas de las cuales, en el momento que escribo estas líneas, puedo por suerte afirmar que sigo fervientemente enamorado.