Opinión
Amores tóxicos
La situación es clara: los políticos quieren elecciones, la gente, no. Eso coloca a los políticos enfrentados al pueblo, lo cual los deja en muy mala posición. Es una postura sonrojante porque, al menos en teoría, todos ellos han sido elegidos y cobran excelentes sueldos –pagados precisamente por el pueblo– para representarnos. Como no saben de qué manera justificarse, nuestros políticos, automáticamente, empiezan a hablar de lo mucho que aman a la gente y de que solo desean lo mejor para el país.
El amor tiene tanto éxito entre los humanos (como el sexo) porque nos hace pensar, llevados de su euforia, que hemos resuelto problemas que en realidad solo hemos pospuesto o apartado. Los problemas no resueltos se autofomentan en secreto y pueden volverse crónicos. Por eso, cada vez que, como ahora, nuestros políticos empiezan a mencionar lo mucho que nos aman, podemos empezar a temer que nos hallamos ante un problema que, por no encararlo, nuestros políticos van a permitir que se cronifique hasta la solidificación mineral y fósil.
La estrategia es usar a los demás como maniquís sobre los que verter altruismo barato y sacrificios que no lo son tanto. Porque el amor sin caridad es insuficiente. Y ese amor puede alcanzarse tanto tomándose molestias por los demás como, sencillamente, intentando no molestar al prójimo. Caridad y encantamiento erótico producen a veces resultados en apariencia similares: cierto agrado por ceder a los deseos del otro. Pero origen y motivación son absolutamente distintos; uno procede de recursos psicológicos y el otro de recursos emocionales.
La falsa caridad por vanidad moral (debilidad muy común en los políticos) provoca una agradable sensación de virtud y generosidad en el líder de turno, pero inevitablemente proyecta una secreta exigencia de trato preferencial que se convierte a la larga en rencor acumulado.
Es respetable que los políticos manifiesten su «voluntad de servicio» (aunque el lema en sí, la verdad, parece más propio de una doméstica que de un estadista) pero siempre cabe vigilar a aquellos que afirman «vivir para los demás». Para que sea así de verdad, esos demás no han de tener cara de acosados. Ni siquiera acosados con urnas.
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