Opinión
Alma
Este verano he visto series. Me ha gustado una singular ficción española, «Hierro», que se me ocurre como contraste con muchísimas otras muy malas, algunas de gran renombre, que lucen repartos impresionantes, con actrices de primera, todas las cuales son atractivas y majestuosas en la pantalla, pero que obtienen resultados que son una castaña. Vi una especie de burda vuelta de tuerca de «Mujeres desesperadas», en la que se traslucía descaradamente el ánimo de exprimir una buena idea ajena, metiéndole mucho dinero para intentar recuperarlo, multiplicado. Lo que fallaba en la historia es que no tenía alma. Ese era su problema, sencillo y terrible. Por eso la serie me pareció rematadamente mala, porque se le veían las costuras, el taller, la tosca y avariciosa planificación, buscando un efecto que sus creadores creyeron de probada eficacia. Estaba hecha siguiendo una fórmula en apariencia infalible, de éxito seguro. Aunque el éxito nunca es seguro. Repetir una fórmula, en cualquier disciplina humana, jamás es garantía de resultado glorioso. Es posible convertir una copia desalmada en un fenómeno porque hoy se consumen ficciones como si fueran patatas bravas retractiladas barateras, series que están perpetradas con tiralíneas, como quien sigue la receta de cocina de un chef de la tele. No digo que «Hierro» no esté escrita y realizada siguiendo unos mandamientos básicos narrativos, pero el talento consiste en hacer que esos hilvanes no se vean, que la historia transcurra con la naturalidad apremiante de algo que tiene que suceder, que debe ocurrir, no con el ritmo renqueante de la impostura. En «Hierro» todo parece necesario, desde los actores, que están imponentes, hasta el paisaje mineral de una isla de belleza tan arrebatadora como inquietante. La diferencia entre una buena y una mala historia es esa. Y que, al terminar, sigue en nuestro pensamiento, formando parte de la existencia. Hoy día se está gestando una interesante burbuja de series televisivas. Cuando el mercado detecta una necesidad, la cubre en el acto, y luego la infla hasta hacerla reventar. Mientras obtiene beneficios, continúa la producción masiva, «en serie»... Pero no siempre el resultado posee un alma verdadera. Lo mismo ocurre con los «relatos» en política: las falacias «cantan» a la legua. Los crecepelos de la posverdad ya no engañan ni al parvulito. (Estamos muy resabiados, oiga).
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