Opinión

Los jóvenes no buscan empleo

El Banco de España acaba de constatar que la tasa de actividad de los menores de 30 años (el porcentaje de personas entre 16 y 29 años que trabaja o desearía trabajar) se halla en el 51%, muy por debajo del 70% de antes de la crisis. O expresado de otra forma: la mitad de los jóvenes con menos de 30 años ni siquiera intenta incorporarse al mercado laboral. De entrada, podría tratarse de una buena noticia. Si el objetivo de todas estas personas es prolongar su etapa formativa para finalmente aterrizar en el mercado de trabajo con una sofisticada educación, nuestra economía se estaría capitalizando en términos de conocimientos. De hecho, parte del progreso económico de las últimas décadas ha estado caracterizado por esa misma tendencia. Al igual que durante los 60 o los 70 muchos jóvenes se introducían en el mercado laboral a los 16 años y en décadas posteriores esa edad fue retrasándose continuamente, podría suceder que hoy estemos asistiendo a una tendencia similar. Y es incuestionable que al menos alguna porción de la caída de la tasa de actividad juvenil sí es explicable por ese factor. Sin embargo, es muy probable que también existan razones menos positivas tras la caída de la tasa de actividad. A saber, las enormes dificultades que encuentran los más jóvenes para iniciar su actividad profesional y, por tanto, el desánimo en el que caen a la hora de seguir buscando empleo. A la postre, el mercado laboral español erige unas elevadísimas barreras de entrada para todos aquellos que deseen devenir asalariados por primera vez. En la medida en que alrededor del 75% de la población ocupada cuenta con un contrato indefinido (y de muy cara rescisión), apenas restan ocupaciones de carácter temporal para los nuevos entrantes.Esta precariedad laboral de los jóvenes (la persistente alternancia entre el desempleo y la contratación temporal) es lo que puede terminar alejando a muchos de ellos del mercado de trabajo. No su deseo genuino por formarse, sino la ausencia de verdaderas alternativas profesionales. De hecho, en la medida en que parte del alargamiento de los años de estudio de esos jóvenes se deba a un intento de diferenciación de los demás para así maximizar su probabilidad de ocupar alguno de los escasos empleos indefinidos que vayan apareciendo en el mercado («necesito mejorar mi currículum para aparentar que estoy más capacitado que otros trabajadores jóvenes»), la caída de la tasa de actividad juvenil solo pondría de manifiesto una frenética y estéril carrera hacia la titulitis. Una especie de (caro e ineficiente) juego de las sillas musicales donde todos compiten por un «númerus clausus» de empleos indefinidos. Para que verdaderamente podamos considerar una buena noticia la caída de la tasa de actividad juvenil, sería necesario que los jóvenes contaran con alternativas laborales distintas a prolongar su formación: que educarse fuera una decisión voluntaria y no forzada.Pero hasta que no liberalicemos el mercado de trabajo, el paro, y el consecuente desánimo laboral, continuará azotando a los menores de 30 años.