Opinión

Octubre, mes misionero

Iniciamos el mes de octubre con un gran signo de esperanza: Santa Teresa del Niño Jesús. En ella, como una verdadera caricia de Dios, nos ofrece el camino sencillo por el que podemos caminar; un camino abierto a todos, posible a todos, el camino de la confianza de los hijos de Dios en el Padre de la misericordia, por el del abandono y consagración a Él, por el de la búsqueda de su rostro en todo y el del seguimiento de su rastro, por el camino de la caridad, y todo en ello, en orden a la misión. Dios nos dice a todos los que somos Iglesia, que seamos una Iglesia misionera, que vayamos a las misiones, que evangelicemos, que por estar en el corazón de Dios viviendo su amor, vayamos a donde están los hombres y les demos a conocer y gustar el amor inmenso con el que Dios nos ama. «La gran santa de los tiempos modernos» derrama una lluvia de flores de santidad, de fe en Dios, de iniciativas misioneras. ¡Un gran signo de esperanza!

El mes de octubre, mes del Domingo del Domund, de las misiones, mes misionero por decisión del Papa, se abre con la fiesta de la Patrona de las misiones; además, celebramos esta fiesta con el recuerdo poco tiempo después de la canonización de Santa Teresa de Calcuta, la gran misionera de la caridad; y celebraremos también la fiesta de Santa Teresa de Jesús, la gran renovadora de la Iglesia y tan preocupada por evangelizar la recién descubierta América. Podríamos seguir con otros signos que el señor nos ofrece en este mismísimo mes de octubre, por ejemplo a nuestro san Francisco de Borja, siervo de Dios, humilde, que sólo quiso servir al Señor que no muere, –también como General de los jesuitas impulsó mucho las misiones– o santo Tomás de Villanueva, el padre de los pobres, que tanto alentó la misión de los padres agustinos en Méjico, o al gran San Francisco de Asís, hermano universal de todos, evangelizador por excelencia, que nos muestra encarnadas en su persona las bienaventuranzas y que vive en la entera confianza en sólo Dios, o san Bruno, el santo del silencio que es elocuente palabra del sólo Dios, Dios o nada, o san Antonio María Claret, el santo misionero del siglo XIX de los pueblos cristianos con fe adormecida cuyo corazón ardía en evangelizar, o san Pedro de Alcántara, fiel hijo de san Francisco de Asís, que nos muestra el camino de la penitencia como camino de renovación y vitalidad cristiana... Todo esto, para mí, es una gran llamada del Señor a nosotros, su Iglesia. No es casual esta coincidencia, tanta coincidencia, es providencial, y, como tal, debemos verla como un signo y una llamada de Dios a la Iglesia a ser misioneros todos, evangelizadores, alentados para hacer discípulos del Señor.

Santa Teresita es misionera, y Dios nos quiere una iglesia misionera, «en salida», la llama el Papa Francisco. La pequeña santa de Lisieux es maestra del anuncio de la primera y de la nueva evangelización que empieza por el anuncio y testimonio gozoso del amor misericordioso y universal de Dios para todos sus hijos, al que ella mismo se ofreció como víctima de holocausto. Es este amor el alma de la misión; el amor que brota del «trato de amistad con Dios», continuado y sereno, y de la contemplación de «la santa Faz» de Jesucristo, en el que vemos y contemplamos el «rostro» de Dios, rico en misericordia y amor.

Santa Teresa del Niño Jesús, y los demás santos que he mencionado, nos animan a la misión aquí en estas tierras, y más allá, en las misiones, hasta todos los rincones de la tierra a los que somos llamados y enviados, mostrando la caridad el amor de Dios; su persona y su testimonio nos insta suave y sencillamente a tener confianza en la obra misionera de la Iglesia, que es su dicha y su identidad más profunda, porque en ella, joven y de tan pocos años, encontramos la animadora espiritual de la misión que contagia a todos el amor del Señor.

La pequeña y, al mismo tiempo, la gran Santa del Carmelo teresiano de Lisieux, fiel hija de su Santa Madre, desde el convento en una vida escondida con Cristo vivida en la contemplación y en las bienaventuranzas, comunica a la Iglesia y al mundo que Dios es Amor: como nos ha hecho una vez por todas e irrevocablemente el Hijo único y ha dado testimonio la Iglesia asentada en los apóstoles que «lo vieron y palparon».

Esa ha sido su vocación. Ese es el lugar que ella quiere ocupar en la Iglesia, el del amor; porque, como muy bien intuyó ella, la caridad es el «corazón» de la Iglesia. Y así lo comunica y lo grita a cada hombre: Está a la «mesa amarga» de los pecadores y de los incrédulos, y les comunica que Dios les quiere, que Cristo, amándolos hasta el extremo, ha venido, ha muerto, ha resucitado y está junto al Padre con las llagas y el costado abierto intercediendo por ellos –por todos los hombres– y enviándoles el Espíritu de la verdad que los hace libres con la libertad de los hijos de Dios. Santa Teresita ha comprendido que el Amor encierra todas las vocaciones, que el Amor es todo, que abraza todos los tiempos y lugares. La carmelita a la que algunos muros separaban del mundo y a la que una enfermedad ha consumado en joven edad, ha encontrado el centro de la Iglesia, el punto para elevar y renovar la humanidad en una acción apostólica y misionera sin límites, porque la entrega, el testimonio y la difusión del amor, en efecto, no tiene fin.

La joven hija de Santa Teresa de Jesús que, fiel a la Regla teresiana, no salió de su convento, ahora, en estos tiempos tan necesitados de misión, de una nueva evangelización, ilumina y va a todos los países para anunciar el Amor de Dios, su misericordia para los pecadores, y el camino de ser hijos, de hacerse y ser pequeños niños llenos de confianza en los brazos del Padre, y así derramar esa «lluvia de rosas» que ella ya predijo. Ella, maestra como niña pequeña de confianza en Dios, joven, contemplativa y misionera, santa y maravilla de la gracia y de la misericordia divina, nos guía y acompaña alentándonos a la interioridad y a la contemplación llevados de la mano de la Santísima Virgen María –estamos también en el mes del Santo Rosario, y a pocos días de la fiesta de Nuestra señora del Pilar–, en la que encontramos la gran Estrella de la Evangelización de todos los tiempos que nos entrega a su propio Hijo, fruto bendito de su vientre, al que los hombres esperan y está todo el amor y la esperanza que buscamos.