Opinión
¡Grasa!
Recuerdo vivamente esos años duros de la Gran Recesión, cuando por todas partes se hablaba de que había que «quitar la grasa de la Administración». Tertulianos, politiquianos y, más que servidores, amos de lo público, se llenaron tanto la boca de «grasa» que nadie se explica cómo no sintieron náuseas. Prometían que en cuanto desapareciera la maldita grasa, habría chicha para todos. Que la crisis era un plan Pons de adelgazamiento en siete años. Que, en cuanto el Estado rebajara momios michelines, íbamos a competir en unas olimpiadas mundiales para superdotados. Pero, nanay. Ahí tienen, para comprobarlo, los ejemplos de alcaldes nepotistas, consejeros de comunidad ladrones –condenados por sentencia firme–, prevaricadores varios... Por cierto: se llama «ladrón» al enchufe que «permite tomar corriente eléctrica para más de un aparato», bonita acepción que podríamos incorporar al lenguaje del poltronismo público. Pasaron los años, y descubrimos con estupefacción que las vacas flacas eran... los obligados tributarios, y que en los pastos del erario, los bóvidos artiodáctilos siempre están bien hermosos y no se han puesto a dieta jamás. ¡La grasa, la grasa! Muchos enronquecieron de tanto hablar de la grasa en distintas tertulias y foros, en plazas y antros variados, por tierra, mar y aire (o sea: en prensa, radio y televisión). Por mi parte, cada vez que oía la palabra «grasa», me echaba mano al bolsillo, este sí demediado y famélico, al contrario que la grasa del Estado, que a temperatura ambiente continúa bien sólida e instalada en el cuerpo político y administrativo, un rozagante tejido adiposo que siguió creciendo, con sus ácidos grasos y su glicerol inmiscibles, y la misma vocación de eternidad del petróleo. El proyecto de acabar con la grasa siempre se conjugaba en futuro, jamás en presente: nadie dijo «estamos terminando con la grasa», sino: «se va a eliminar la grasa», usando vagos verbos infinitivos. Mientras que el ciudadano, en casa y en su trabajo, si tenía la suerte de conservarlo, oía aquello de que se iba a rebajar grasa y miraba con melancolía al cielo, del que parecía que le llovían palos tributarios, multas sádicas, desempleo y precariedad. Al final, la Administración no se ha quitado a sí misma grasa de ningún tipo. Pero al contribuyente lo ha dejado sin grasa. Y hasta sin músculo.
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