Opinión

La falta de olfato de Rivera

Si del resultado del «decisivo» debate televisado depende el vuelco a las encuestas del 10-N, en el cuartel general de Ciudadanos tienen motivos para estar preocupados. No es bueno lo que se atisba en el horizonte «naranja».

Los expertos en campañas electorales cuentan que el mejor modo de abordarlas es lanzar una bomba en el arranque y ver cómo resitúan las piezas del tablero el resto de actores. Una vez que estalla ese artefacto, hay que seguir insistiendo una y otra vez, si vas perdiendo, o echar dosis de calmante, si ves que el viento sopla a tu favor.

Desde que empezó la cuenta atrás hasta las urnas se ha visto a Albert Rivera fuera de juego. La noche de la Academia de la Televisión no fue distinto, pese a adoquines y papiros. Cuando apenas quedan tres días para voltear el escenario, es el gran perjudicado. Al menos así lo señalan los tracking. Tampoco parece que queden ases en la manga.

¿Por qué ha llegado Cs a esta situación, viniendo de tocar el cielo en abril con sus espectaculares 57 escaños? Los expertos suelen hablar del efecto «carro ganador». Los indecisos tienden a situarse del lado del presunto vencedor, de la marca de moda, y no del lado del hipotético perdedor. Rivera está aprisionado por tentáculos a derecha e izquierda, así que sufre la volatilidad con mayor fogosidad que otros. Pero no sólo es eso.

La etiqueta de veleta que le han tatuado muchos extraños (pero también algunos de los propios) persigue a Rivera aunque otros líderes hayan cambiado de rumbo tanto o más que él. ¿Qué decir de los bandazos del actual presidente del Gobierno? ¡Si hasta ha asumido en su programa la plurinacionalidad de España tras exigírselo Miquel Iceta! En el debate ni siquiera contestó a la pregunta directa de Pablo Casado de si Cataluña es una nación.

Los cambios diametrales de opinión de nuestra clase política están al orden del día. Más en estos tiempos de «tendencias», «hashtags» y «trending topics». Hay ejemplos numerosísimos. Y, sin embargo, la vuelta a la posición horizontal ha sido imposible para los naranjas.

Ni siquiera le ha funcionado mostrar firmeza para mantener sus promesas electorales, y de hecho probablemente pague el 10 de noviembre haber sido señalado como el dirigente que pudo y no quiso dar al país la estabilidad que reclamaba la ciudadanía: Cs y PSOE sumaban una sobrada mayoría absoluta de 180 diputados en la fallecida legislatura.

Tras el veto expreso a Sánchez con el que concurrió al 28-A, tampoco le ha ayudado levantarlo cuando se precipitaba la repetición electoral, abriéndose solo entonces a pactar con los socialistas. Ni la firmeza ni la laxitud le han servido.

Con todo, el mayor desacierto de Albert Rivera ha sido no saber apreciar la realidad, la falta de ese «olfato» político que ha adornado siempre a los líderes que de verdad dejan huella. Negándose a ver todas las señales y todos los avisos, creyó firmemente que Pedro Sánchez acabaría pasando por el aro de un gabinete con Pablo Iglesias para evitar el riesgo de una desmovilización de la izquierda. No supo calibrar el peligro de que era a él y a Cs a quienes se les estrechaba el espacio.

Toda la actuación de Rivera después de las últimas generales, incluidos sus pactos municipales y autonómicos con Casado, se sustentó en la premisa de un cálculo falso: el matrimonio PSOE-Podemos. Como consecuencia de ese desacertado diagnóstico, Rivera perdió el tren que partía hacia las nuevas elecciones y ahora se antoja complicado volver a cogerlo a la carrera.