Opinión
Con todas las de la ley
Después de ir a votar, y darse una vuelta por los colegios electorales de los alrededores, ayer se podía decir que las elecciones en Cataluña estaban discurriendo dentro de unos cauces totalmente razonables. De hecho, el principal logro de la jornada de ayer en la región fue visualizar claramente, de cara a la democracia, la abismal diferencia que existe entre votar con garantías y hacerlo sin ellas.
Los mecanismos de rigor funcionaron sin problemas para garantizar la escrupulosa limpieza de las votaciones y que el resultado respondiera a la verdad de los sufragios emitidos. Interrogados sobre ello a pie de urna, los votantes catalanes que aceptan la sentencia del Supremo como una consecuencia natural de los hechos, respondían que su único suspense consistía en saber si se iba a presentar algún pelitieso en los colegios para montar cualquier tipo de espectáculo que pudiera interferir en el curso habitual de las votaciones.
En la mayoría de los puntos de votación no sucedió nada anormal. La jornada se desarrolló con la habitual cotidianidad. Flotaba ese ambiente dominical de espesa placidez que había sido siempre característico de todas las elecciones generales previas. Solo la presencia en la esquina de un coche de policía, que habitualmente no solía estar en otras ocasiones, advertía de que, por primera vez, se trataba de unos comicios amenazados por insinuaciones de sabotaje, protagonizadas por un movimiento oscurantista de nombre meteorológico. Como, aparte de esos anuncios del miedo, había que contar además con los CDR, los ERT y toda esa sopa de siglas minoritarias, los votantes consultados manifestaban que su única inquietud era saber si habría lío a lo largo del día. Algunos de esos opinantes remarcaban la insólita paradoja de que fueran los autoproclamados partidarios entusiastas del decidir los que propusieran defender supuestamente ese verbo impidiendo a la gente que tuviera normal acceso a su libertad de voto y decisión. Al final, a pesar de las amenazas, la autoproclamada furia de los elementos ideológicos no hizo acto de presencia; ni oleada, ni inundación, ni nada. Bien mirado, hubiera sido mala prensa para el independentismo, de cara el mundo, que apareciera mostrándose como el principal adalid de obstaculizar una votación libre de sus conciudadanos. Ese es precisamente el sambenito que, como sea, el independentismo intenta atribuirles a sus contrarios, pero se ha hecho tal lío ya con sus iniciativas que nadie tiene claro hacia donde va cada facción independentista.
Absorto como se halla en su propio ombligo y en sus luchas internas, el catalanismo probablemente no se ha dado cuenta, pero la palabra movilización en Cataluña ya empieza a sonar como sinónimo de coerción. El objetivo, por lo visto es tener a la gente asustada, en suspense permanente, en incertidumbre constante de que va a pasar a continuación; un método clásico de tortura bien conocido en los regímenes totalitarios. Eso no quiere decir que al independentismo le guste la tortura o su voluntad sea instaurar una dictadura explícita, sino simplemente que está tan desconcertado y perdido en su callejón sin salida que ya no se da cuenta muy bien de lo que hace.
En el último momento, en un destello de lucidez, el Tsunami renunció a hacer nada que no fuera más allá de fastidiar un poco en la jornada de reflexión, para no poner en evidencia que de democrático tiene poco. Y, para no sentirse humillado por la realidad, anunció un terrible panorama de protestas y molestias para los tres días que ahora siguen, una vez pasadas las elecciones. La mayoría de catalanes que no comparte sus obsesiones victimistas miran esas promesas amenazadoras con una mezcla de pesadez e indiferencia. Para ellos, la percepción que tienen de los independentistas se ha solidificado en verlos como unos tipos histriónicos y mimados sin remedio que viven prósperamente y que no dudan en tirarse por el suelo, rasgándose las vestiduras con violencia, cuando el resto de la población no comparte sus aflicciones estrictamente subjetivas. Para desmontar esa percepción, no ayuda a los independentistas su un poco risible vocación hiperbólica que llama en TV3 «macroconcierto» de protesta a un modesto entoldado de pueblo en la plaza Universidad de Barcelona, lugar de pequeño aforo. Vamos, que aquello no era precisamente Woodstock; no llenaba ni un Palau Sant Jordi. Los catalanistas, por su parte, han solidificado entre sus filas una percepción de los contrarios a la independencia como unos centralistas autoritarios que solo viven para practicar la inaceptable opresión estatal de pretender que las elecciones sean democráticas, representativas, limpias, libres, igualitarias y ajustadas a los mecanismos legales de comprobación que las han legitimado siempre.
Estas percepciones forman parte de la testadura psicología tradicional de la zona y, haciendo una pequeña encuesta de todo signo en las puertas de unos cuantos colegios electorales, no parece que vayan a cambiar. Ahora bien, mientras se pueda ir a votar libremente, con garantías y sin trampas, respetando los resultados correctamente contrastados, lo cierto es que esas versiones personales resultan meramente anecdóticas, por mucho que su cronificación vaya a resultar un terrible lastre en los próximos años para el avance intelectual de la zona.
Lloviera, nevara o azotara el tsunami, en Cataluña se pudo ver ayer lo que es votar de verdad. Tal como se dice vulgarmente, (y por una vez la frase hecha define en este caso perfectamente la realidad) pudimos presenciar, por suerte, una votación con todas las de la ley.
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