Opinión

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Hasta hace poco, parecía que España apenas existía, salvo para «cuatro nostálgicos de tiempos pasados» (léase fachas en general o franquistas en particular), que en «estepaís» no había sentido de la patria, como sí ocurre, sin excepción, en el resto del mundo. Pero sí hay españoles que aman a España, se preocupan por su destino y valoran su hogar. Más allá de ideologías, puede que la gran cuestión de esta época sea España, sencillamente. En el fracaso de Ciudadanos puede haber influido mucho su aparente abandono de la defensa de la unidad de España, una tarea por la que un día fueron reconocidos. Cs, además, recogió en su momento incontables votos espantados del PP que, apaleados, huían del rajoyismo. También, y sobre todo, rentabilizaron su papel en Cataluña, objetivo para el que nacieron. Sin embargo, malbarataron ambos patrimonios: primero salieron corriendo de Cataluña después de conquistarla, y luego se negaron por ambición a servir de socios de un gobierno moderado con el PSOE. Del PP de Rajoy se dijo que era «una fábrica de independentistas». Ahora se puede decir del independentismo catalán que es una fábrica de votantes de Vox. Un independentismo que ha espoleado cierto irritado sentimiento patriótico de unidad nacional, cuyos frutos ha cosechado Vox. Confundir política y Agencia de Empleo, colocando diputados y cargos a conveniencia, sin respetar origen, filiación previa, etc., ha sido otro grave error de Cs. El PP no se ha beneficiado de los restos del naufragio de Cs porque aún perdura el dolor que Rajoy, y sus lugartenientes y lugartenientas, distribuyeron entre el respetable contribuyente, que no se atreve a devolver del todo la confianza. Hoy, los votantes saben que su voto vale dinero, al contado, para los partidos, y utilizan ese poder con el mismo cuidado con que eligen los productos que compran: boicoteando o favoreciendo las opciones que les son repulsivas o afines. Los ciudadanos pueden ahora ser manipulados de muchas maneras –sí–, pero cada vez son más conscientes del poder que ponen en manos de los políticos. Decía Clemenceau sobre un boxeador, el señor Carpentier: «¿Qué es Carpentier a nuestro lado? Él puede matar a un hombre de un puñetazo, desde luego; pero nosotros, con unas palabras, podemos hundir a un pueblo». Y eso, ahora, el pueblo lo sabe.