Opinión

Contra la concertada

La coalición de gobierno socialcomunista no supondrá que una parte del futuro Ejecutivo se vaya a mantener en la izquierda moderada mientras que otra parte pase a articular un discurso de izquierda radical. Por desgracia, es muy probable que todo el Ejecutivo se radicalice hacia la izquierda para que parezca que existe una cierta coherencia y coordinación interna. Tomemos si no el reciente caso de la ministra de Educación, Isabel Celaá: hace unos pocos días, la también portavoz del Gobierno cargó contra la figura de las escuelas concertadas, sosteniendo que la libertad de elección de centro docente no se hallaba protegida por la Constitución. Hasta la fecha, el Gobierno nacional no había enseñado su patita liberticida en materia educativa, pero parece que el pacto con Podemos lo está empujando a adoptar mensajes que por lo general sólo encontraban cabida en la izquierda más extremista. Dejando de lado la más que clamorosa ignorancia que Celaá exhibió acerca del articulado de nuestra Carta Magna (el artículo 27.3 establece que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»), hay dos aspectos cruciales que no deberían pasar desapercibidos. Primero, los tutores legales de los niños (aquellos a quienes les asiste el derecho y la obligación de proporcionarles una buena educación) son sus padres, no los políticos. Por tanto, quienes disfrutan del derecho preferente a determinar el contenido y la orientación formativa de los menores no son nuestros gobernantes. Éstos, como mucho, deberían velar por que los padres cumplan adecuadamente con su derecho y su obligación de formar a sus hijos (del mismo modo que velan para asegurar que los menores estén adecuadamente alimentados por sus padres) y, subsidiariamente, por proporcionar renta a aquellas familias con bajos recursos que carecen de los medios materiales necesarios. Por desgracia, en nuestras sociedades los políticos de todo signo suelen arrogarse la potestad de determinar qué, cómo, cuánto y dónde han de aprender los menores. Su obsesión no es otra que la de adoctrinar a los estudiantes en aquellos valores que a ellos (y no a sus padres) les interesa imponer. Segundo, los conciertos no son subvenciones que el Estado otorga a centros privados: es dinero de los contribuyentes que éstos, a través del Estado, deciden otorgar a aquellas escuelas en las que escogen formar a sus hijos. Uno puede entender y preocuparse por la potencial confusión entre las distintas fuentes y los distintos destinos de la financiación (motivo por el cual un sistema de cheque escolar sería preferible al actual de conciertos), pero no debería caer en la trampa de pensar que el dinero que reciben los concertados es dinero de los políticos. No, es dinero del contribuyente sobre el que éste ejerce un pequeño e insuficiente, pero en todo caso meritorio, control. Suprimir los conciertos sin una alternativa que ampliara la libertad de elección de los padres sería un brutal ataque a la libertad educativa.