Opinión

Las pocas luces

Las contradicciones que presenciamos cotidianamente en nuestra sociedad son formidables. He aquí que nos disponemos a acoger, a bombo y platillo, una cumbre sobre el cambio climático preocupados porque el dispendio energético que protagonizamos no sea sostenible. A la vez que nos deshacemos en aspavientos por esa temible posibilidad, celebramos boquiabiertos los más faraónicamente insensatos despliegues de luces navideñas en nuestros municipios. ¿De verdad los humanos estamos bien del todo de la cabeza?

Dirán ahora que hay leds maravillosos que gastan poquísimo y también repetirán la murga habitual de esos cálculos casi mágicos en que unas evaluaciones más que inciertas y discutibles pretenden traducir en cifras beneficiosas los cómputos de visitantes y de actividad comercial. Pero ustedes entenderán que, por puro sentido común, uno desconfíe. A poco que gasten, son muchas luces en demasiados municipios y conocemos bien ya la alegría con la que se hacen bailar las valoraciones de cifras cuando el objetivo es la propaganda de la sacrosanta sociedad de consumo.

Por si estas plausibles sospechas no fueran suficientes, hay una cuestión temperamental que me hace desconfiar aún más de todos estos espectáculos deslumbrantes de quincallería y brillo. Y es el hecho de que casi todos los mejores momentos de nuestra vida como humanos (los más emocionales, los más profundos) casi siempre se dan en penumbra. A media luz han pasado los momentos mas especiales de nuestras biografías, los mas vivificantes, los más intensos.

Frente a eso, no puedo dejar de experimentar una desagradable sensación de tribu hipnotizada ante el collar de cuentas del sonriente conquistador energético. No ayuda el hecho de que el fasto lumínico suela poner eufóricos siempre, no sé muy bien por qué, a los caciques altisonantes.

El gran Tolstoi decía en «Ana Karenina» que la humanidad «emplea la mitad de sus facultades en hacerse ilusiones, y la otra mitad en dar a sus ilusiones una apariencia razonable». Pero, claro, ¿quién lee hoy en día al gran Tolstoi? Preferimos quedarnos paralizados como gatos deslumbrados, mirando las potentes luces del vehículo que, muy probablemente, terminará arrollándonos.