Opinión

Ni un día menos para los presos del procés

La búsqueda de apoyos parlamentarios no puede invalidar uno de los principios máximos que conforman cualquier democracia que se precie: la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley.

El próximo 14 de diciembre vence el plazo de dos meses que marca la ley para proceder a la clasificación penitenciaria de los políticos catalanes condenados en firme por el Tribunal Supremo. Corresponde al Servicio de Prisiones de la Generalitat de Cataluña, que tiene transferida la competencia, la determinación del grado, cuestión que no tendría mayor complejidad, puesto que la Ley General Penitencia es clara a este respecto, si no fuera porque esa potestad puede utilizarse, retorciendo el reglamento, para clasificar a Oriol Junqueras y compañía directamente en tercer grado, facilitándoles un régimen carcelario de semi libertad.

Esa clasificación no puede otorgarse, salvo en condiciones excepcionales que no se dan en el presente asunto, hasta que el preso ha cumplido la mitad de la pena, por más que se reúnan en el recluso las condiciones de arraigo familiar, buen comportamiento, nulo riesgo de fuga y voluntad de reparación del daño. Al menos, así ha sido en el caso de Iñaki Urdangarín, condenado a 5 años y 7 meses, o, más dramáticamente, en el del ex presidente de la Cámara de Comercio de Tenerife, Ignacio González Martín, sentenciado a 5 años y tres meses, que tuvo que ingresar en prisión el pasado mes de abril, pese a hallarse gravemente enfermo –tenía 84 años– y que falleció en la enfermería de la cárcel el pasado 18 de noviembre. Son, si se quiere, dos ejemplos claros de hasta qué punto se exige en España el cumplimiento de la Ley Penitenciaria y pueden servir de baremo para una opinión pública educada, en general, en la falsa creencia de la permisividad de nuestro sistema punitivo, que, por el contrario, es uno de los más duros, por la duración de las penas y el régimen carcelario, de la Unión Europea.

De ahí que nos parezcan extremadamente graves, y no sólo por lo que supondrían de agravio comparativo, las especulaciones sobre un supuesto trato de favor a los presos del «procés» por parte de las instituciones penitenciarias de Cataluña, ya sea mediante su clasificación directa en el tercer grado o bien aplicando irregularmente el artículo 100.2 de la Ley Penitenciaria, que permitiría su excarcelación provisional, con efecto inmediato y sin que el correspondiente recurso judicial tenga efectos suspensivos de la medida de gracia, por más que haya riesgo palmario de reiteración delictiva. Preocupa, y mucho, que la Fiscalía del Estado haya venido advirtiendo contra ese posible fraude de ley casi desde el principio del procedimiento encausado por el Supremo, cuando se decidió el traslado de los procesados a las cárceles de Cataluña.

No sólo se planteó el asunto en la Memoria anual de la Fiscalía, sino que el Ministerio Público instó al Tribunal juzgador, sin éxito, a que especificara en la sentencia un tiempo de cumplimiento mínimo de las penas. De consumarse tal iniquidad, que sería muy difícil de desvincular ante los ciudadanos de las negociaciones entre el PSOE y ERC para la investidura de Pedro Sánchez, la imagen de la Justicia quedaría dañada, cierto, pero, también, podría deslegitimar a la postre la acción de Gobierno. Ya hemos señalado que es la Generalitat de Cataluña, presidida por el inefable Joaquín Torra, la que tiene potestad para interpretar el reglamento y, además, es la que nombra a los miembros de las juntas de tratamiento penitenciarias, pero eso no significa que el deber de la recta aplicación de las leyes, que no puede admitir inequidades, haya desaparecido de una parte de España.

El Estado tiene medios suficientes para reconducir una situación de tal naturaleza, pero, para ello, debe existir la necesaria voluntad política por parte de quien ostenta la responsabilidad del Gobierno. La búsqueda de apoyos parlamentarios no puede invalidar una de las máximas de cualquier democracia que se precie: la igualdad de todos ante la Ley.