Opinión

Leyes

Si algo pone de manifiesto el resultado de las últimas elecciones es que, una vez finiquitado el bipartidismo, parece previsible que el sistema electoral actual haga encallar la formación de futuros gobiernos una y otra vez, conduciendo al país, con sus habitantes, a situaciones de bloqueo como la que vivimos actualmente. En España, los legisladores –políticos– suelen mostrarse reacios a hacer grandes cambios legales, a pesar de que no paran de generar nuevas e indescifrables leyes siempre que pueden (desde que estamos bloqueados, pueden poco). La Constitución, verbigracia, era casi intocable y sagrada hasta que Alemania obligó a incorporar, de tapadillo y sin discusión pública, la obligatoriedad de «estabilidad presupuestaria», en 2011, durante lo más duro de la Gran Recesión, sin que sepamos, por cierto, si tal mandato se está cumpliendo (que parece que no mucho). Los políticos están cómodos en cualquier sistema que beneficie a sus partidos. Incluso ahora, mayoritariamente tienen mucho que ganar con la ley electoral vigente, que los hace necesarios y les otorga parcelas de poder que de otro modo ni soñarían. Ninguna ley electoral es perfecta, claro. Todo modelo tiene ventajas e inconvenientes: mayoría relativa, doble ronda, voto preferencial… Pero sin duda el actual, de 1985, fue eficaz para una situación bien diferente. Cambiar la ley electoral debería ser, pues, una prioridad legislativa inmediata. Aunque es de prever que eso no ocurra. Y es que, en el fondo, todos los políticos de cualquier tiempo y lugar piensan como Anacarsis, un filósofo y príncipe escita del siglo VI a. D. C., que como hombre curioso viajó a Atenas en tiempos de Solón, quien fuera uno de los siete sabios de Grecia y por el que sentía gran admiración. Pero Anacarsis también tenía un espíritu escéptico, y era un excelente investigador, conocedor de la naturaleza humana. Cuando se enteró de que Solón estaba ocupado en la escritura de un código para el buen gobierno de la República, que traería paz y prosperidad a todos, no dudó en echarse a reír, mientras sentenciaba: «Las leyes son como las telas de araña: las moscas pequeñas allí se quedan presas, pero las grandes siempre rompen la trama…». Los ciudadanos tenemos en general la mala costumbre de ser moscas diminutas. Los políticos, mientras ocupan su sillón, son moscas enormes. Moscones, se diría.