Opinión
Palabras
Lo peor podría ser la devaluación de las palabras, el daño que están sufriendo, porque hubo un tiempo en que tuvieron un valor, a veces enorme. «Democracia, ley, justicia, progreso, unidad»… Entonces parecían cimientos sobre los que, por estos lares, la mayoría construía su existencia, esperanzada. Pero las palabras también se deterioran, sobre todo cuando se las somete a un terrible maltrato. Y es que incluso las piedras se consumen. Los cantos de río se dejan parte de su materia, un poco de su alma, en cada golpe. Son «rolling stones», cantos rodados. Si ni siquiera las piedras aguantan el ultraje del tiempo, el atropello de las circunstancias, ¿por qué habrían de ser más resistentes las palabras? Por ejemplo, la palabra «democracia». Es cierto que muchos pensadores actuales –de aquí, allá y acullá– la empiezan a dar por agonizante. A la palabra, y a lo que significa. Con la democracia ha ocurrido un poco como con Dios: que su nombre se pronuncia demasiadas veces en vano, lo que no ayuda a mantenerla en forma. La historia nos ha ofrecido la prueba de que, cada vez que se añade la palabra «Democrática» a la hora de denominar a un país, se trata de un lugar temible. Verbigracia: República Democrática de Corea. La República Democrática Alemana fue un estado socialista que existió durante la Guerra Fría, que hoy forma parte de la Alemania que conocemos como República Federal de Alemania. El comunismo gusta de utilizar el concepto «democracia» como un escudo tras el que poder camuflar a su clásica «dictadura del proletariado». O sea, que la democracia sirve como adarga de cualquier cosa. Puede ser el broquel de las intenciones más infectas. Una propaganda que vende bien por el mundo. Aunque lo peor es ver a personas probadamente antidemocráticas, de una anti democracia convicta y confesa, hacer alardes de democracia. «Su» democracia, claro. Que debe ser como aquella de la Deutsche Demokratische Republik, con suerte. Y es que antes algunas palabras designaban conceptos que servían para fijar un marco civilizador, eran claves y referencias mediante las que se regía la política. Hoy, las palabras no son más que unidades léxicas constituidas por un conjunto de sonidos articulados que «no» tienen un significado fijo. Que, de hecho, puede que no signifiquen ni un carajo.
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