Opinión
Castas
Antaño, toda sociedad tenía un grupo dominante y otros, numéricamente más pequeños, que operaban en desventaja respecto al primero. Eso ocurrió hasta que, en Occidente, mediante la configuración de Estados democráticos liberales, se fue logrando que el valor numérico no fuese el único principio que garantizase la protección de un colectivo, por pequeño que fuese, y que se pudieran proteger sus derechos, valores o principios, al estar consagrados en una Constitución. La opinión de las minorías se ha resguardado así, de manera cautelosa y sumamente eficaz, de forma que la regla que ahora impera ya no procede de la mayoría, y eso garantiza una pluralidad que sería imposible de otro modo. El género, la raza, la religión, la orientación sexual, las discapacidades…, por fortuna ya no son motivo de discriminación sobre el papel, ni ante los ojos (se supone que ciegos) de la Justicia. Hoy se habla el lenguaje de los «derechos de las minorías», a las que se protege, y promociona, con celo. Si la minoría fue en algún momento sinónimo de debilidad, el sistema ha demostrado que la inferioridad numérica, y su correspondiente traducción en una supuesta menor fuerza, es cosa del pasado. Porque actualmente la minoría puede hacer gala de una potencia inaudita. Y no solo en el plano social, sino en el político. Nunca como ahora se había hecho evidente el inmenso poder de un solo diputado, por ejemplo, o de cualquier partido, por más disminuido y decadente que fuere, por muy declinante en votos en las urnas, porque eso no le impediría constituirse en esencial para cuadrar las magras cuentas del poder en el hemiciclo de las Cortes. Las élites también han sido –lo seguirán siendo– minorías, aunque selectas y poderosas. Son minorías elitistas las que manejan los destinos de todas las organizaciones sociales y políticas, desde los partidos a las oenegés. Las élites no parecen haber precisado de condiciones jurídicas especiales que les permitan preservar sus privilegios, porque a pesar de que ideológicamente se haya clamado por su destrucción, estamos asistiendo a un resurgir pletórico del poder de las minorías elitistas, o castas. Hasta el punto de que muchos que aseguran abominar de las élites se han convertido en ejemplos perfectos de ellas: o sea, en la esencia de lo que dicen que desprecian.
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