Opinión

La crisis del campo

Muchas explotaciones agrarias en España no son actualmente rentables. Los precios de sus productos se determinan en un mercado que es global y donde, por consiguiente, compiten con otros agricultores cuyos costes laborales son mucho más bajos. Además, la demanda hortofrotícula en nuestro país no ha dejado de descender en las últimas décadas, de modo que, en efecto, al campo español no le queda otra que producir para la exportación. Ante esta situación, existen dos grandes categorías de soluciones: aquellas que pasan por readaptarse al nuevo entorno global mejorando la productividad del agro español y aquellas otras que implican una mayor protección estatal para prevenir su readaptación. Entre estas últimas se encuentran diversas ocurrencias políticas que hemos podido escuchar durante los últimos días: establecimiento de aranceles contra las importaciones, subvenciones a la agricultura o precios mínimos de venta. La nota común de estas recetas es que pretenden elevar los precios de venta del campo dentro de España a través de la limitación de la competencia en lugar de promover el abaratamiento de los costes (vía mayor productividad). Los aranceles (en caso de ser competencia del Estado español, que ni siquiera lo son) impiden la compra de productos foráneos más baratos para que así los interiores puedan venderse más caros. Aparte de perjudicar al consumidor nacional, serían un auténtico suicidio para nuestros agricultores porque el 80% de toda su producción fresca se exporta, de modo que muy probablemente serían represaliados con aranceles por parte de terceros países. Las subvenciones son una forma de mantener inflados los sobregastos en el campo a costa de transferírselos a los contribuyentes. Una solución que nuevamente resulta absurda porque no tiene sentido que el ciudadano español pague impuestos para que los consumidores extranjeros abonen precios más asequibles. Y, por último, los precios mínimos hacen que sea ilegal que cualquier distribuidor nacional adquiera productos agrarios por debajo de un determinado importe, una nueva equivocación dado que, aparte de que terminaríamos encareciendo los precios de venta al público, no servirían para impulsar nuestra competitividad en los mercados globales. En definitiva, olvidémonos de un anacrónico paternalismo agrario. Lo que necesita el campo español es mucha más libertad para que pueda adaptarse a los nuevos tiempos bajando costes vía aumento de la productividad. Tal transformación acaso implique una redimensión de nuestras explotaciones, pero mantener a los agricultores conectados a la bombona de oxígeno del proteccionismo estatal no es más que condenarles a desaparecer.