Coronavirus

Llegaremos cuando lleguemos

¿Es tan complicado que alguien salga y nos dé la información cruda, real, con la sobriedad y templanza que exige la situación?

Parece que en lugar de una sociedad madura seamos un niño de seis años en el asiento trasero de un coche. Cada quince minutos (quince días, en realidad) preguntamos si ya llegamos y desde la plaza del copiloto (en el del piloto no va nadie, lo siento) una voz nos dice que ya casi, que estamos a punto de alcanzar el pico, que no falta mucho. “Quince minutitos (días) más”. Y también que nos callemos, que no preguntemos tanto, que nos entretengamos con algo. No sé, dando palmas, cantando algo del Dúo Dinámico. Algo, niño. Paciencia. Mira por la ventanilla (por el balcón). Y no molestes. Sobre todo, no molestes.

Parece que hemos pasado de la banalización del mal a la banalización de la verdad. Una verdad que es necesario maquillar, enmascarar. Una que hay que trasladar a la sociedad (ese niño coñazo de seis años) tamizada. Una píldora con un poco de azúcar para que pase mejor y la tomemos satisfechos. Para enmascarar el mal sabor y que se diluya el peso de los hechos. Porque casi 11.000 muertos son muchos muertos. Porque más de 3 millones y medio de parados son muchas personas sin empleo. Porque asumir responsabilidades es demasiado pedir.

Por eso es mucho mejor que la verdad esté ahí, sin mentir, pero encubierta. Que sean los expertos y las autoridades, los estudios y los cálculos, los que indican y aconsejan. Los que obligan a que las cosas sucedan. Los responsables de todo esto. Un ente abstracto que sobrevuela la tragedia. El pico, el aplanamiento, estabilizar, revertir. Ya estamos llegando, niño, cada vez falta menos. Lo dicen las autoridades. Y los expertos. Quince minutos más. Hacemos lo que podemos.

Hemos caído de bruces en el imperio del eufemismo, en la homeopatía del pensamiento. En un lugar en el que, por ejemplo, las prórrogas de confinamientos no se amplían, sino que “se está estudiando” (¿quién? ¿cuándo? ¿por qué?) su extensión hasta el último minuto, en el que se anuncia que se planteará (¿a quién? ¿dónde? ¿para qué?) y que al día siguiente se informará (¿a quién? ¿cómo? ¿cuándo?) de su entrada en vigor dos días después (¿qué?). Todo ello aliñado de lenguaje belicista y heroicidad, trufadito de artificio. Y sin preguntas, gracias.

Cada uno de esos discursos es como un gran merengue o el peinado de una señora mayor a la salida de la peluquería del barrio. Como un soufflé, bien pomposo e hinchadito, pero en realidad todo aire.

¿De verdad es tanto pedir que nos traten como a adultos? ¿Nos merecemos que salgan a darnos el peor dato de empleo de la historia, por poner un ejemplo, con outfit y actitud de cita de Tinder, entre risitas y mohines? ¿Es tan complicado que alguien salga y nos dé la información cruda, real, con la sobriedad y templanza que exige la situación? Sin tramoya, sin falsa afectación, sin farfolla épica y autocomplaciente. Sin un discurso tirita que vaya ya curando la herida que todos anticipamos. Sin preguntas filtradas a medida de la respuesta que se nos quiere dar.

Pero también nos merecemos medios capaces de plantarse para defender la libertad de información, la única herramienta de control que le queda ahora mismo al ciudadano. De reclamar en nuestro nombre ese derecho. Merecemos algo más que un manifiesto diciendo que qué feo está que no nos dejen preguntar, que se convierte en papel mojado en cuanto nos dicen “es lo que hay” y la respuesta es “ah, pues vale”.

Creo que no somos conscientes de la verdadera dimensión de lo que está ocurriendo. Casi 11.000 muertos, así, entre imágenes de militares que llevan bolsas de la compra y gente que aplaude en los balcones, sin preguntas incómodas ni respuestas necesarias y exigibles, es solo un número. Es un punto en una curva en un gráfico en una pantalla. Justo al lado de otro punto en otra curva en otro color diferente en el mismo gráfico de la misma pantalla.

Cuando Asterios Polyp se encuentra a puntito de confesar al amor de su vida todo lo que siente por ella, al final del imprescindible cómic de Mazzucchelli del mismo nombre, desconoce que un meteorito se dirige en ese momento hacia donde se encuentran, directo a acabar con todo. Lejos de allí, un niño observa el destello y pide un deseo a lo que para él es una estrella fugaz.

Lo que para unos es el fin, el mayor desastre concebible, para otros es un bonito resplandor en la distancia. Cuestión de perspectiva y de la información que se maneja.

El otro día fallecía la madre de mi amigo Pepe. No pudo despedirse de ella, no pudo darle la mano, acompañarla en ese momento. Estaba a 20 metros de su cama, en la puerta, tratando de convencer a alguien de que le dejaran estar junto a ella. Al día siguiente lo hizo la suegra de mi amigo Carlos. Tampoco pudo despedirse, ni velarla siquiera.

En apenas 48 horas la estrella fugaz era un meteorito que había golpeado de lleno a dos personas a las que quiero. El dato frío tenía, de pronto, nombre y apellidos. Una familia, unos recuerdos, unos planes frustrados. Ese 10.935, frío y negro, es diferente cuando conoces un nombre y un rostro, al menos. Igual que esta tragedia adquiere otra dimensión si se tiene la información.

¿Ya llegamos?

Que te calles ya, niño. Llegaremos cuando lleguemos.