Política
“La distopía comunista de un mundo feliz”
Esas distopías totalitarias necesitan controlar los sectores productivos, las instituciones, para gobernar con poderes excepcionales.
No hay distopía más espantosa que un país gobernado por el comunismo. El fascismo y el nazismo fueron, también, un horror, pero afortunadamente han desaparecido en las cloacas de la historia. En cambio, el comunismo sigue presente e incluso tenemos ministros como Garzón que se declaran fervorosos comunistas. Es verdad que las novelas que desarrollan utopías, distopías y ucronías resultan fascinantes. Hay obras distópicas que superan los márgenes del género de la ciencia ficción gracias a su profundidad y calidad literaria. No buscan el entretenimiento, sino expresar el temor ante el autoritarismo, el alienamiento, el extremismo, la deshumanización, la robotización…
La otra cara de la moneda es la utopía donde se diseña una sociedad que busca la perfección, la bondad humana y que goza de un gobierno perfecto. Desde la Antigüedad, numerosos autores han escrito sobre esos mundos ideales que serían paraísos terrenales, pero la humanidad ha mostrado a lo largo de la Historia una crueldad, maldad y codicia casi infinitas, que tienen un encaje perfecto, precisamente, en las diferentes novelas distópicas que se han ido publicando, sobre todo, desde el siglo XX hasta nuestros días.
Enfrente de la utopía como bondad emerge la distopía con figuras que recuerdan al Anticristo y que encaja, más allá de la religión, con personajes como Lenin, Stalin, Hitler o Pol Pot. El número de autores es interminable, pero la lectura de Benson («Lord of the World»), Zamiatin («Nosotros», Huxley («Un mundo feliz»), Orwell («1984») o Bradbury («Fahrenheit 451») es siempre tan útil como clarificadora. No hay mejor distopía que la realidad comunista aplicada en el gobierno de un país porque es, precisamente, un antónimo de la utopía. Las ideologías totalitarias justifican su existencia y sus objetivos en buscar lo mejor para la población. Es cierto que esos «revolucionarios» que llevan adelante esas distopías no provienen, generalmente, de las clases trabajadoras. Necesitan que el país sufra alguna crisis política o económica, que, incluso, pueden exagerar, para cuestionar el sistema y provocar su destrucción imponiendo o impulsando procesos constituyentes.
La crisis económica obligó a que Luis XVI convocara los Estados Generales y comenzara el horror que significó la Revolución Francesa que tanto gusta a la izquierda radical y a mucho progre que la conoce gracias a lecturas superficiales. Es indudable que la injusta sociedad del Antiguo Régimen era abominable, pero no lo sería menos el horror que le sustituyó con ídolos de los comunistas como los jacobinos o Babeuf. Como siempre, hubo políticos moderados y comerciantes aprovechados que se sumaron felices, como sucedería en Rusia en el tránsito del zarismo al régimen bolchevique. Los contemporáneos nunca ven la decadencia de sus naciones, como pasó con los romanos y otros imperios. Lo mismo ha sucedido en el siglo XX y XXI con naciones que perdieron sus libertades mientras la clase política, empresarial e intelectual miraba complaciente, por razones diversas, el proceso, hasta que sufrieron las consecuencias. Los venezolanos nunca creyeron que un país rico, con una sólida clase media y una democracia asentada se convirtiera en un régimen autoritario y corrupto, cuyo fundador, el golpista Hugo Chávez, llegó al poder gracias a las urnas.
Es cierto que la izquierda radical necesita contar con unas condiciones de deterioro institucional o económico para lograr el objetivo de imponer un régimen autoritario para conseguir que la población viva algún día, aunque nunca se consigue, en un mundo feliz. No reconocen que es una dictadura donde no se respetan los derechos humanos y se persigue a los disidentes, justificando que son reaccionarios, ultraderechistas, enemigos del pueblo… Por supuesto, aparece el término «nueva» como contrapunto a esa realidad que se rechaza, porque lo anterior es viejo, caduco, corrupto… Las terribles condiciones en que se encontraba Rusia en 1917 o la Alemania de los años treinta fueron el terreno perfecto para que el comunismo y el nazismo, dos de las mayores monstruosidades de la Historia, consiguieran el poder. En 1945, las élites de los países que acabarían formando el Bloque del Este esperaban conseguir unos gobiernos democráticos y se encontraron con el horror del comunismo. Habían luchado contra el nazismo, pero les «liberaron», desgraciadamente, los soviéticos. Esas distopías totalitarias necesitan controlar los sectores productivos, las instituciones para gobernar con poderes excepcionales, contar con una economía destruida, lograr el apoyo de empresarios miopes y, sobre todo, una masa de población que esté subvencionada. Por eso, el comunismo siempre necesita cuanto peor, mejor para conseguir sus objetivos totalitarios. Y los socialistas acaban siendo fagocitados, también, por los radicales ya que no supieron ver en Rusia, Cuba, Venezuela o Alemania lo que iba a suceder.
Francisco Marhuenda es catedrático de Derecho Público e Historia de las Instituciones (UNIE).
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