España

El complejo de bandera

Sobreponerme al complejo de bandera, me llevó unos quince años de vida residiendo en Madrid.

Es lamentable que para algunos la bandera de España suelte un tufillo a rancio, a desigualdad, a machismo, xenofobia, negacionismo y toros hociqueando de dolor sobre la arena, pero es así; imagino que existe una lógica evolución, aunque envenenada y engañosa, de lo que los abuelitos de la república llamaron falangismo.

Es llamativo que en pleno siglo XXI, atenazados por inesperados y peligrosísimos agentes infecciosos, por encima de naciones y nacionalismos, algunos razonen como si estuviésemos en 1939; que se conduzcan, como si todo lo español fuese Franco, levantar el brazo y cantar el Cara al sol…

¿Queda algún espacio para la reflexión y la cordura entre tanta emocionalidad? La bandera de un país también es símbolo de sus derechos civiles alcanzados y de su transformación y su progreso, incluidas la igualdad, la sanidad y educación públicas, que marcan el nivel de evolución de ese país, y deben estar disponibles para todos, como la bandera, aunque el camino, no haya sido fácil.

La primera vez que mi marido, antes de serlo, quiso venir a Vitoria, mi ciudad natal, le advertí que ese polito, con bandera de España, tan Núñez de Balboa, mejor lo dejase en Madrid.

- ¿Qué polo, qué bandera?- Ni siquiera era consciente de llevar un polo encima con una bandera, no había intención ni afectación.

Lo cierto es que en los 17 años que viví en “Gasteiz”, jamás vi una prenda con una bandera española impresa o bordada.

- Verás, nos van a mirar, podrían incluso increparnos paseando.

Aunque en 2010, ya estaban las aguas mansas y más en Vitoria, yo sabía cómo funcionaban las cosas y le expliqué que podría uno sentarse durante un año en la famosa y peatonal Dato- Kalea de la capital alavesa observando a los viandantes y nunca encontraría representación gráfica alguna del “Estado” español.

Felipe, no terminó de empatizar con lo que yo le explicaba y aun hoy, una década después tampoco, porque no es fácil.

Hay que vivir el insulto, el escarnio, para comprender el “complejo de bandera”, como dice Abascal (él sabe a qué me refiero porque llegó al mundo un año antes que yo en Bilbao).

Yo nací en el País Vasco de finales de los setenta, la época más enloquecida de ETA (con Otegui entre sus militantes) donde los asesinatos se sucedían como los anuncios de Danone y Yoplait. Algunos de ellos los llegamos a escuchar (escupiendo el bacalao al pil pil) desde casa, mientras comíamos, mis padres, mis hermanos y yo… Súbitamente se escuchaba un increíble “boom”, uno se estremecía, dejaba el tenedor, el cuchillo y el trocito de pan (si no se le habían caído de las manos), depositaba temblando la copa (que a su vez temblaba) o la servilleta sobre la mesa… y se acercaba a la terraza donde continuaban vibrando y sonando los cristales, y desde allí, podíamos ver a otras familias, en sus terrazas, buscando una respuesta, acobardadas, atemorizadas.

Enarbolar una bandera de España entonces era temerario, e impensable. Por eso, los niños vascos (aunque nuestros padres no lo fueran) de mi generación y la de José Abascal, sabíamos de la existencia de la bandera de España por los libros de texto y las enciclopedias; igual que sabíamos por los libros de texto y las enciclopedias de la existencia de los ornitorrincos, de los Tiranosaurus Rex y de las trompas de falopio.

Sobreponerme al complejo de bandera me llevó unos quince años de vida residiendo en Madrid. Y ese proceso de superación tuvo su eclosión en los mundiales de 2010, cuando (sin ser futbolera) pinté a mis dos hijos, de pañales, sus dos caritas, de rojo y gualda.

Todavía no entiendo lo que es un penalti, pero ese 11 de julio de 2010, ¡Bendito día! todos resonamos con la marca España, todos los que tenemos alma, ojos, oídos, sangre en las venas.

Desde entonces, lejos de un acontecimiento deportivo o una guerra, he vivido nuestra enseña, si no con orgullo, al menos con naturalidad; "Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación" O a lo que sea... Lo dijo Schopenhauer, no yo.

Años después, con el follón de las independencias de Cataluña que se sucedían día sí y día también, con ese que-viene-el-coco a comerse la constitución, nuestro plato principal, la España unificadora volvió a desempolvar la rojigualda, y yo (pese a no ser tan patriota como Forrest Gump) me divertí paseando por Madrid, con un lacito amarillo y rojo en el sombrero, ondeando mi conformidad, sin aspavientos.

En momentos de paz y normalidad, nunca llevaría, como Abascal, acomplejado de Cid campeador, una bandera en el coche, ni en el reloj, ni en el cuello de la camisa, el cinturón o en los calcetines (como si toda mi identidad dependiera de ella.)

Y hoy tampoco llevo la mascarilla de banderita de España, me sobra con la sencilla blanquiazul quirúrgica y aun me cuesta ponérmela. Será que tengo poco sentido del coronavirus y menos sentido de Estado.

El complejo de nietecita de la república seguro que no lo tengo, mi madre es americana y mi padre un científico completamente insensible a la lujuria política ¿continúo arrastrando ese viejo complejo de cuando mis hermanos y yo mirábamos debajo del coche para ir al colegio?

Qué curiosa relación tenemos cada uno de los españoles con nuestra enseña… Quizá todos debiéramos hacérnoslo mirar.