Opinión

El medio ambiente cerró Nissan y Alcoa

El cierre de Nissan es, en gran medida, la crónica de una muerte anunciada. La planta de Barcelona llevaba operando muy por debajo de su capacidad desde hacía años y, de hecho, no era ésta la primera vez que se estudiaba su cierre. Sin embargo, la coincidencia de una mala situación estructural de la empresa con la dramática coyuntura del covid-19 ha terminado precipitando la decisión. Pero, ¿por qué Nissan lo está pasando tan rematadamente mal? ¿Cómo es posible que su planta de Barcelona sólo estuviera operando en estos momentos a un 30% de su capacidad? Bueno, la realidad es que no sólo Nissan está en enormes problema, sino en general todos los fabricantes de automóviles del planeta. Se trata de una industria que lleva desde hace años en declive como consecuencia de una deliberada política estatal –no sólo en España, sino en toda la Unión Europea– dirigida a desincentivar el uso del coche.

Y es que, la (lógica) preocupación por el impacto medioambiental de la actividad humana ha llevado a la Unión Europea a perseguir con saña a los vehículos con motor de combustión. Por ejemplo, la Comisión exige a todos los fabricantes que los coches que vendan en el Continente tengan una media de emisiones de 95 gramos por kilómetro recorrido. Eso significa que si, verbigracia, una marca vende en Europa muchos automóviles de combustión, deberá o vender más automóviles híbridos o eléctricos –los cuales son mucho más caros para el consumidor y, por tanto, tienen menos demanda– o enfrentarse al pago de enormes multas por no cumplir con los objetivos marcados por la legislación comunitaria –y esas sanciones, claro, se terminando repercutiendo sobre el precio de los compradores–. Por ambas vías, los automóviles se encarecen, de un modo similar a cómo también se va encareciendo –a través de una carga fiscal expansiva– el precio de los combustibles de esos vehículos. Al final, pues, nos encontramos con que mucha menos gente quiere comprarse un coche y con que las automovilísticas han de ir cerrando plantas de producción para ajustar su sobreoferta a la nueva infrademanda.

De hecho, si Nissan se marcha de Barcelona es como consecuencia de un proceso de reorganización dentro de su grupo (Nissan-Renault-Mitsubishi), por el que no sólo van a segmentar y repartirse los distintos mercados internacionales –Renault se especializará en atender al mercado europeo, ruso y sudamericano, Mitsubishi se quedará con Oceanía, y Nissan se concentrará en Asia, Norteamérica y Oriente Medio–, sino por el que van a reajustar su sobrecapacidad global. De lo que menos deberíamos sorprendernos, en suma, es de que si institucionalmente desincentivamos el uso del automóvil privado y de combustión, lo que termina sucediendo globalmente es que la producción de estos vehículos se reduce, que se comiencen a cerrar fábricas y que algunos de esos cierres nos acaben afectando a nosotros –de hecho, la propia Renault también ha anunciado recientemente que piensa despedir a 15.000 trabajadores a escala mundial, y parte de esos despidos podrían igualmente perjudicar a España–.

Desde esta perspectiva, por cierto, los problemas de las automovilísticas no son tan distintos a los que han abocado al cierre de Alcoa en Lugo. A la postre, si Alcoa se marcha es porque forma parte de un sector electrointensivo –la producción de aluminio– y los costes de la electricidad en un país como España se han encarecido enormemente por dos razones vinculadas con la política medioambiental. Por un lado, porque entre 2004 y 2009 se promovieron desde el Estado unas carísimas energías renovables, cuyos sobrecostes todavía estamos pagando hoy

–las renovables modernas son mucho más eficientes y competitivas, pero aún arrastramos la hipoteca histórica de haberlas impulsado demasiado pronto–. Por otro, porque la Comisión Europea ha ido encareciendo los «derechos de emisión de CO2», que es necesario que las eléctricas adquieran para poder generar electricidad mediante fuentes fósiles. Unos derechos de emisión de CO2 más caros equivale a una electricidad más onerosa y, por tanto, a una menor rentabilidad por parte de compañías electrointensivas como Alcoa.

En definitiva, la política medioambiental de la Unión Europea está contribuyendo a desmantelar dentro de Europa aquellas compañías que generan un mayor impacto ecológico sobre nuestras vidas. Quizá se trate de una política justificable para evitar males mayores, pero en todo caso se trata de una política con las consecuencias que acabamos de describir. Quienes más entusiastamente promueven la supresión del coche privado –y su sustitución por el transporte colectivo– o la marginación de las centrales eléctricas fósiles, no deberían quejarse en absoluto de que Nissan o Alcoa echen el cierre. Esa es la única consecuencia posible a corto plazo de su política medioambiental.

Ahora bien, y siendo cierto que el cierre de Nissan en Barcelona o de Alcoa en Lugo deben preocuparnos por el negativo impacto económico y social que acarrean, nuestro más profundo objeto de preocupación debería ser otro: a saber, que las empresas se estén yendo de España y ninguna decida entrar. A la postre, el cierre de empresas no viables es una de las dinámicas naturales de cualquier economía que no quiera estancarse en la mediocridad y la ineficiencia –o en la insostenibilidad ecológica–, pero a su vez también necesitamos que esos cierres vayan acompañados de nuevas aperturas. Pero esas aperturas de momento no están llegando ni, previsiblemente, van a llegar en el medio plazo. Para reemplazar aquellas industrias «viejas» que la regulación comunitaria está extinguiendo, necesitamos de un marco institucional flexible, simple, abierto, seguro, competitivo y con una baja fiscalidad, un marco donde el ingenio humano pueda desplegarse en toda su extensión para descubrir nuevos modelos de negocio –no contaminantes– que nos enriquezcan. Y, por desgracia, España se aleja cada vez más de ese marco. Unas industrias salen pero ninguna nueva entra.