Coronavirus
Un país de terrazas
Se ve que tenemos una cultura del compromiso que perdura mientras vemos las orejas al lobo, pero que, en el fondo, posee escasos herrajes para el sacrificio
Se abrieron las terrazas y se dejaron de oír las protestas de los balcones. El ruido de las casas se ha trasladado a los bares y los eslóganes han dejado paso al bullicio de las conversatas entre amigos. Este es un país de improvisaciones, pero también más previsible que un calendario. Me lo comentaba un colega cargado de bravuconería y el tono tiznado con un punto socarrón: «Toda esta jarana se va al cuerno en cuanto se vuelvan a servir birras». Y en su vaticinio ha sido más certero que la marmota Phil y la predicción del tiempo. Las luchas y desazones políticas que antes se sostenían desde las ventanas de nuestros enclaustramientos, hoy solo son mantenidas por cuatro jubiletas ociosos. Unos ancianucos sin visitas que atender en casa que son contemplados con las sonrisas que suelen reservarse para los anacronismos y los ritos arrumbados en lo folclórico. El resto de la tropa hace semanas que ha dejado la cacerola y el aplauso para ocasiones más oportunas y se ha largado a la tasca a pedir boquerones.
La ciudadanía andaba ya muy desesperada por dejar de contemplar los muros de esa patria nuestra que suele ser el hogar, remedando al maestro Quevedo. Lo que se deseaba era descincharse este miriñaque de tedios y apoltronamientos varios que entelerañaban el ánimo. Y en cuanto se ha percatado de que las cervecerías levantaban la persiana del cierre, el personal ha visto el cielo abierto. Las tristezas son como las señales de tráfico: uno solo se acuerda de ellas cuando llega la multa. Mientras tanto se ignoran. Todas estas cautelas y precauciones que habíamos adquirido recientemente van cayendo como una primavera anticipada y mal florida, y entramos en una «nueva normalidad» que la peña está haciendo «normalidad» a base de pasar de eso de «nueva».
En este país la alegría y la desmemoria bailan juntas, y los tintos de verano y las claras están logrando que se vayan olvidando el distanciamiento social, el lavado de manos y otras recomendaciones, que, además, de ser una pesadez, nos recuerdan momentos muy agrios, de cuando no había manera de encontrar en Netflix una serie que no fuera morralla. Ahora se ven mesas para dos personas donde se acomodan quince. La jarana es lo que tiene, que uno va a por un tercio con los amigotes y en el viaje de regreso se da cuenta que se han tomado siete y se ha dejado uno la mascarilla encima de la mesa (y la sensatez, también).
Esto lo que nos deja es el daguerrotipo de un país pintoresco, todavía con demasiados iberismos encima y con el espíritu muy enhebrado al ruido de la fiesta. Lo que se trasluce es que hemos solidificado en una sociedad donde lo único que contemplamos con seriedad es el entretenimiento y la pachanga. Se ve que tenemos una cultura del compromiso que perdura mientras vemos las orejas al lobo, pero que, en el fondo, posee escasos herrajes para el sacrificio. Eso sí, cómo mola después mirar y decir qué bien lo hacen los nórdicos.
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