Opinión
El virus de no se sabe
Microbiólogos, virólogos, genetistas, infectólogos, epidemiólogos, inmunólogos, bioquímicos y otros especialistas en las frondosas ramas del árbol de la ciencia que se ocupan del submicroscópico ser que nos ataca, posiblemente el mayor enemigo no ya de la vida humana, sino de la vida en general, en todas sus formas, cuyo surgimiento quizás sea coetáneo del de la vida misma, lo que no se puede acreditar porque por sus casi infinitesimales dimensiones no se ha encontrado nunca en los más remotos registros fósiles, todos esos sabios y profesionales, digo, no dejan de asombrase de la magnitud del esfuerzo científico, sin parangón histórico, que se está realizando a lo largo y ancho del mundo entero, con una espontánea colaboración entre todos, compitiendo por contribuir al conocimiento de la «cosa» y al consiguiente desarrollo de eficaces defensas que como humanidad nos protejan de la destructiva amenaza de tan escurridizo e implacable enemigo. Al mismo tiempo que la celeridad en los avances en el conocimiento es asombrosa, resulta para los profanos desconcertante lo mucho que falta por saberse y la provisionalidad de lo que en cada momento se ha dado por adquirido, expuesto de continuo a ser negado o modificado por el aluvión de nuevas investigaciones, conduciendo a ingenuas actitudes de desánimo y desentendimiento del apasionante proceso científico. La más expresiva de las carencias populares podría muy bien consistir en el importante número de personas, incluidas muchas de elevada cultura en otros campos, que no tienen una idea clara de lo que es un virus, algo mucho más pequeño que una célula, del que los biólogos nos dicen que está en la frontera entre lo vivo y lo inerte. No necesitan de los elementos básicos de la vida, el oxígeno y el agua, porque no respiran ni «beben». Tampoco «comen», no toman nada del entorno. Sin embargo, su estructura contiene algo esencial para todos los seres vivos: consisten en un trozo de genoma envuelto en una cápsula de proteínas. Esas instrucciones genéticas le permiten reproducirse, más bien replicarse, no con material propio, sino de la célula en la que hayan conseguido penetrar -infectar- y cada uno, en cuestión de días, da lugar a miles de, en principio, idénticos clónicos, pero cuyos genes, como todos los potadores de instrucciones genéticas, son susceptibles de mutar, lo que hacen en su proceso de expansión, dándoles posibilidades de adaptarse a circunstancias cambiantes, incluida la posibilidad de esquivar aquello que pueda destruirlos, desactivarlos, puesto que al no estar propiamente vivos no es muy exacto hablar de matarlos.
Si se conoce bien la estructura molecular del SARS Cov 2, que produce la enfermedad llamada COVID-19, (COrona VIrus Disease del año 2019), solo diferente en detalles de la de sus congéneres, y día a día vamos aprendiendo acerca de su comportamiento, está, sin embargo, muchos menos claro que, a trancas y barrancas, estemos siendo capaces de desarrollar las estrategias más adecuadas para combatirlos. Ello es debido en parte al carácter todavía parcial y cambiante de nuestros conocimientos, cuando los estudiosos aún no cuentan para sus observaciones ni siquiera con un solo e indispensable ciclo anual, pero sobre todo a que las decisiones a tomar son de una enorme trascendencia política y han de ser adoptadas por políticos en un clima social de intensa ansiedad. Pretender despolitizarlas es casi pedir un imposible metafísico. No lo es menos esperar la confluencia de todo el espectro político en un ambiente de venenosa polarización ideológica, cuando alguna de las partes somete la delicada estructura democrática a presiones que pulverizan los indispensables consensos y «desactivan» la democracia como método para crear legitimidad y canalizar la convergencia de fuerzas en pos de apremiantes objetivos nacionales.
Así no es extraño que un gobierno Frankenstein genere la peor gestión del mundo según varios rankings internacionales ajenos a nuestras pasiones ideológicas, y de acuerdo con varios índices objetivos. Ante todo el mayor número de muertos en relación con el de habitantes, si se incluyen todos los fallecidos que el gobierno se niega a contabilizar. El mayor número de decesos de ancianos en residencias y domicilios, el mayor número, en términos absolutos, de sanitarios afectados, fruto del peor y más opaco, y por ello sospechoso, sistema de adquisición de EPI. Lo mismo respecto a los tests: el número menor, más caro y menos fiable y, consiguientemente el número más bajo en la realización de dichas pruebas en los momentos iniciales, ya de por sí tardíos, de la adopción de drásticas medidas. Ausencia de métodos de rastreo de contagios. El más duro confinamiento, cuando el gobierno se ve presa del pánico por lo que ya tiene encima, debido a su negativa a reconocer a tiempo la obvia situación, por motivos ideológicos, electoralistas y de competencia entre los dos partidos que ejercen el poder. Retraso que también marca un record en nuestro entorno y que tiene como consecuencia el más desastroso precio económico de todos los países desarrollados, posiblemente también, del mudo entero. Aunque no sea cuantificable y no permita comparaciones numéricas, hay que contar también el uso partidista de los poderes extraordinarios que rebasaban los conferidos por el dudosamente necesario, desde el punto de vista legal, estado de alarma. Posiblemente tampoco tenga igual el número y la importancia de las ocultaciones, tergiversaciones y embustes. Todo ello nos sitúa a la cabeza del mundo en lecciones sobre lo que no se debe hacer.
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