Opinión
Fe, amor y esperanza
El sábado celebramos la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, de la «Virgen de Agosto», como se dice en las tierras de España, en las que en tantos sitios coincidían sus fiestas patronales con este día y este año han debido aplazarse o suprimirse por la pandemia del virus. De todos modos, un día grande lleno de brillo que nos abre a una gran esperanza. La Asunción de María en cuerpo y alma al cielo es el gran signo de consolación, signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la verdad, de la fe, de la esperanza, de la victoria de Dios. Día para la esperanza; ahí se nos abren las puertas a una gran esperanza: por un lado tenemos a la Virgen María, la protección cierta y segura de Ella, madre de la vida, madre del Amor, que nunca nos deja y que nos conduce a las entrañas mismas del amor y a las fuentes de la misericordia divina; y por otro, tenemos a la Virgen María, unida a su Hijo, Jesús, que aparece estrechamente con Él en la lucha contra el poder de las tinieblas, contra el enemigo infernal hasta la plena victoria sobre él, con la derrota del pecado, de la mentira y de la muerte que acechan al hombre. La liturgia de ese día nos habló de la victoria total sobre los poderes del mal, de la resurrección y la vida, de la alegría que suscita el fruto bendito de María, Jesús, y de la grandeza, poder y misericordia inenarrable de Dios salvador de los hombres, que, de generación en generación, levanta a los caídos y humillados de la tierra y derriba del trono a los poderosos que se oponen al amor de Dios y a los hombres, cuyos predilectos son los últimos y vulnerables, y que se hace pequeño y débil para engrandecer y fortalecer la humillación del hombre caído.
El libro del Apocalipsis, libro de la esperanza por excelencia, nos presenta un gran signo, la imagen de una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada con doce estrellas, a punto de alumbrar una nueva criatura: María. Vestida totalmente de sol, esto es, de Dios, María vive totalmente en y de Dios rodeada y penetrada por la luz de Dios, toda santa y llena de gracia, colmada por ‘completo del amor de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo, la Iglesia, edificada sobre el cimiento de los doce apóstoles, y tiene bajo sus pies la luna imagen de la muerte y de la mortalidad, que vino por la instigación del Maligno, representado en la serpiente del primer pecado que Ella aplasta con su descendencia. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida, elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios, vencedora del dragón que le acecha para tragarse a quien Ella va a dar luz como salvación de los hombres y establecimiento del poder y reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo.
Fijémonos en tres hechos: primero, la imagen de la Virgen vestida de sol, vencedora del dragón, personificado en el siglo 1º por el Imperio Romano, –cuando se escribe el libro del Apocalipsis, que quiso destruir la descendencia de esta mujer y no pudo; segundo, el dogma de la Asunción, proclamado por Pío XII en 1950, cinco años después de la segunda guerra mundial, tan sumamente destructora de humanidad que casi acaba con Hiroshima y Nagasaki, y llegó la paz y Europa se reencontró de nuevo restablecida, simbolizada como quisieron los Fundadores de la Nueva Europa, en esa corona de esas doce estrellas con fondo azul; y un tercer hecho, nos encontramos en plena pandemia, de la que no anda lejos el Maligno, y tenemos también hoy a nuestro lado inseparablemente de nosotros a la Santísima Virgen María que nos dice: «¡Al final vence el amor! En mi vida dije: ‘Aquí está la esclava del Señor!’ En mi vida me entregué a Dios y al prójimo por completo. Confié plena y enteramente en y a Dios y serví sin reservas a los hombres. Por eso me dijeron: ‘Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá’. Por eso os digo, en plena pandemia, de la que no andan lejos los poderes de la mentira, los poderes del mal, enemigos del hombre, servidores del príncipe de la mentira y de sombras de muerte: ‘Mi vida de fe, de esclava del Señor, de fiarme de Dios por completo, de confiar en Dios enteramente y de servir sin reservarme nada a todos los hombres, y esta vida llega ahora a la vida verdadera, libre de ataduras, junto al gozo inefable, la felicidad total y sin límite de Dios eterno, Amor, que tanto quiere a los hombres y apuesta por ellos, y por eso envía a su Hijo único que nace en mí y de mí. Tened confianza, fiaros de Dios que no os deja ni dejará en la estacada, tened también vosotros la valentía de vivir así, como yo, contra todas las amenazas del dragón». Aquí radica la esperanza, también en estos tiempos de pandemia. No la encontraremos al margen de la verdad, del amor, de Dios. ¡Qué pena y desazón dejó en mi alma un programa largo de TV, en que ni una sola vez ni por asomo ni mínima referencia se habló de Dios, ni de acudir a la oración como si Él no existiera! Pero sin Él nada podemos y para Él nada hay imposible.
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