Opinión
Algo se mueve en Oriente Medio
Si hay una región en el mundo en la que habitualmente lo mejor es lo muy malo, porque la única verdadera alternativa es lo pésimo, esa es el Oriente Medio. Y si hay un problema medio oriental que constitutivamente sea irresoluble, ese es el conflicto palestino-israelí por tierras que ambos reivindican desde hace milenios. No por ello, desde dentro y desde fuera, no dejan de ser muchos los que no renuncian a echar su cuarto de espadas y proponer unas ideíllas que lo resolverían todo. Planes de paz a go-go. No hay presidente americano que se precie, que no lo haya hecho. En el año final de su mandato, y muchos malpensados sospechan que como treta electoral, le ha tocado el turno a Trump. El 28 de enero, en la Casa Blanca, se presenta con un texto de 180 páginas titulado «Plan para la Prosperidad. Una Visión para Mejorar la Vida de los Palestinos y la del Pueblo de Israel». El plan incluye un mapa de lo que sería el estado palestino. Los israelíes tienen que hacer algunas concesiones, los palestinos muchas más. Es realista, incluyendo todo lo que la realidad tiene de amargo, que es mucho para las dos partes, pero no lo es para quienes, contra toda evidencia, viven de la esperanza de que algún día, en un tiempo sin límites, conseguirán revertir la herencia de los últimos 72 años, que para esas indeterminadas fechas será ya mucho peor. Los palestinos fueron definidos como el pueblo que nunca pierde la oportunidad de perder una oportunidad. En diversas coyunturas pasadas han dicho que ya no, pero como cada posterior coyuntura empobrece sus oportunidades, el proceso sigue adelante.
En el curso de un nanosegundo, la autoridad palestina estaba diciendo no, no, no al plan de paz, que propone congelar por cuatro años la expansión de los asentamientos israelíes en el interior de los territorios palestinos, mientras las dos partes negocian el status final, en el que se alcanzaría el estado palestino, sin los territorios que de hecho no controlan en absoluto -en torno al 30% de su ya exigua superficie- y cuya soberanía se vería restringida por las exigencias, apremiantes, de la seguridad y supervivencia de Israel, que tiene como principio fundacional, imbuido por Ben Gurión, no confiarlas a nadie más que a sí mismo. Obtendrían la financiación de un plan de inversiones para el desarrollo y un túnel de comunicación directa entre el grueso de los territorios, la llamada Orilla Occidental, se entiende que del rio Jordán, y la zona de Gaza. Y sobre todo la paz, con sus, cabría esperar, balsámicas consecuencias en la región, y unas prometedoras colaboraciones entre israelíes, palestinos y árabes en general.
Netanyahu, que flanqueaba a Trump en la Casa Blanca el pasado enero en la presentación del Plan, se dio prisa en proclamar el próximo comienzo de las anexiones, empezando por el valle del Jordán, 17% del territorio palestino, de facto controlado militarmente por el ejército israelí, por ser una frontera que no por tranquila resulta menos vital para el estado judío. Netanyahu, acosado por la amenaza de un juicio por corrupción y viéndose abocado a una posible tercera convocatoria electoral tras no conseguir tejer una mayoría que le permitiese formar gobierno, necesitaba apuntarse éxitos. Pero aparte de que se saltaba requisitos y etapas del Plan, que crearon confusión con y en Washington, nada era posible sin gobierno. Y mientras tanto fue creciendo el clamor en contra del plan: los árabes no podían aprobar acciones unilaterales israelíes que pudieran poner en peligro el principio de los dos estados, y los europeos adoptaron posiciones similares. En los críticos preocupaba que cualquier anexión deflagrase una nueva intifada, llevando el agua palestina al molino de la terrorista Hamas. Los israelíes se dividieron, alcanzando la división a las fuerzas armadas. El Congreso americano también. Pero en abril Netanyahu consiguió entenderse con Benny Gantz, su más importante rival político, y formar en mayo Gobierno. El 1 de junio ya anunciaba su intención de iniciar las anexiones a comienzos del julio.
A partir de ese momento, el contexto medio oriental empezó a ejercer su abrumador peso sobre las decisiones israelíes, bajo la mirada de un Washington bastante distraído por la pandemia, la crisis económica, la violencia vandálica y la repercusión de todo ello en las elecciones. Los rasgos definitorios de ese contexto se remontan a la revolución islámica iraní de 1979 y la pretensión de los ayatolas de establecer una hegemonía política y religiosa chiíta, convirtiéndose para los árabes suníes en un grave peligro con el desarrollo del programa nuclear de Teherán. No hay como una amenaza común mayor y apremiante para acercar y unir a los que entre sí se han contemplado con recelo y hostilidad. Ante el peligro común, árabes e israelíes llevan muchos años limando, paulatinamente, enemistades, y buscando, subrepticiamente, colaboraciones en los temas de seguridad. Últimamente la punta de lanza de esas aproximaciones habían sido los países del golfo, con los Emiratos Árabes Unidos a la cabeza. Estos amenazaron con cortar esas cada vez más intensos contactos si se procedía a las anexiones unilaterales. El problema quedó congelado y Netanyahu pudo exhibir su gran éxito con una declaración bilateral de apertura de relaciones oficiales entre ambos, con todas las jubilosas bendiciones de Washington y la esperanza de que el ejemplo cunda a otros países del Golfo y al mundo árabe. Si todo sale bien, todo un vuelco estratégico en el Oriente Medio.
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