Opinión
Cambio de era
Muchas han sido las rectificaciones de lo predicado sobre la actual pandemia. Se han sucedido juicios, diagnósticos y pronósticos, más o menos aventurados y contradictorios, acerca de su posible origen, fecha de aparición, evolución, alcance, efectos que produciría, estrategias a adoptar frente a su expansión,… etc. Casi tantos como las contradicciones en las que han incurrido los responsables de su gestión, especialmente los políticos. Lo cierto es que han transcurrido bastantes meses, demasiados según algunos, desde que empezaron a sonarnos nombres como Wuhan, armadillo, murciélago, SARS-COV-2 o el más genérico de coronavirus, todos relacionados con la denominada Covid-19. Las cifras indicando la cantidad de personas contagiadas, de enfermos ingresados y sobre todo de muertos, fueron insignificantes al principio, preocupantes después y al cabo asustantes.
A estas alturas los científicos involucrados en la lucha contra el patógeno, tienen mejor conocimiento del mismo, pero continúan sin saber varias cuestiones decisivas en cuanto a su difusión y tratamiento. Apuntan ya posibilidades de vacunación y determinados medicamentos ofrecen resultados parcialmente positivos. No obstante, la situación sigue descontrolada. Las expectativas más favorables señalan una menor letalidad, pero tampoco es descartable una mutación del virus, capaz de agravar el panorama. Conviene ser prudentes para evaluar lo sucedido hasta ahora. Aunque sin conocerse la dimensión que podría alcanzar el problema, y a pesar de todas las dudas existentes, se dictaminó que esta crisis sanitaria cambiaba todo. Súbitamente nos hallábamos ya en una nueva era y se acuñó la frase lapidaria e incontestada: YA NADA SERÁ IGUAL. Pero las cosas siguen discurriendo en medio del asombro y la desorientación general, incrementada desde las instituciones.
Será lógico preguntarse ¿qué ha pasado para que la única certeza que se nos ofrece sea el «novismo» total? El coste de la actual pandemia, en términos humanos, es impresionante: más de 25 millones de personas contagiadas y alrededor de 900.000 muertos hasta hoy. Aunque ese saldo resulta menos trágico que el de otros episodios de similar naturaleza. Ya en 1890, la llamada «gripe rusa» superó el millón de fallecidos. La «gripe asiática o amarilla», de 1957-58, dejó también una cifra mayor de víctimas mortales. Una década después, en 1968, otra vez la «gripe asiática» causó un número similar de bajas. El volumen de víctimas de la pandemia que sufrimos, queda muy lejos del causado por la «gripe española» que, en 1918-19, contagió al 40 por ciento de la población mundial, unos 500 millones de personas, de las cuales murieron, según los últimos recuentos, más de 60 millones. Catástrofes de otro tipo como la guerra de 1914-1918, unos 20 millones de muertos; o la contienda de 1939-1945, con 60 millones de fallecidos, fueron también mucho más funestas que la Covid 19, hasta ahora.
Habrá que considerar otros efectos para evaluar su trascendencia. Ahí encontraríamos el posible argumento para el anuncio de la «nueva era». Esta pandemia ha provocado la toma de conciencia de la fragilidad no ya del hombre, sino de la Humanidad. Cuando nos creíamos más seguros que nunca y apuntábamos a una esperanza media de vida en continuo aumento, nos sentimos indefensos ante un virus que amenaza la supervivencia de la Humanidad entera. El miedo ha adquirido la misma dimensión que nuestra confianza anterior, dando pie a una enorme convulsión irracional.
Algo similar se produjo, en el verano de 1945, cuando quedó de manifiesto la posibilidad de que el ser humano destruyera su propia especie. Al espanto subsiguiente contribuyeron más los 246.100 muertos en Hiroshima y Nagasaki que los millones de víctimas precedentes. Ellos abrieron la puerta a la era atómica, marcada por el terror ante el uso de armas nucleares. Han pasado muchos años y su capacidad destructiva continúa creciendo. Aun así aprendimos a convivir con esa amenaza y a desarrollar una segunda parte del siglo XX, mucho más atractiva y enriquecedora, en general, que el periodo anterior.
La actual pandemia ha sido el catalizador de otras crisis previas de diversa naturaleza, con episodios reiterados y alarmantes en los últimos años, cuya solución no acababa de encontrarse. ¿Una excusa para encubrir la incapacidad del poder y dar un salto en el vacío hacia donde todo parezca nuevo? Si no son capaces de gestionar el progreso, se ven forzados a negar la posibilidad de su existencia. De este modo, más preocupante que la propia peste vírica es el discurso que la acompaña, elaborado por un poder amoral, apoyado en la mentira, en potenciar la astenia de la voluntad, la sumisión y la dependencia. Dirigido a crear un hombre de mente abierta, en apariencia, a la entrada de cualquier «idea», pero mucho más a dejarla salir para que pase sin la menor huella. En cualquier caso lo importante no será tanto si accedemos o no a una «nueva era», sino cómo sea ésta. Porque si el porvenir es algo construido por nuestra propia ilusión, habremos de hacer lo mejor.
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