Opinión

Hora de la esperanza, que no defrauda

Es la hora de la esperanza que no defrauda, sin embargo, corren «tiempos recios» para el hombre y para la fe. Acontecimientos y situaciones, conocidos de todos y en la mente de todos, nos ofrecen un panorama oscuro, sombrío que no parece hablarnos precisamente de esperanza. Padecemos a menudo, en efecto, un oscurecimiento de la esperanza, un cierto miedo en afrontar el futuro: vivimos, aunque no queramos reconocerlo así, tiempos de desesperanza. Por ejemplo, hoy nos aflige la pandemia universal del covid-19 y vemos frecuentemente en el rostro de los jóvenes como una extraña amargura, un conformismo bastante lejano del empuje juvenil hacia lo desconocido. La raíz más profunda de esta tristeza es la falta de una gran esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor. Todo lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca en la desilusión por la finitud y debilidad de un mundo cuyos enormes sustitutos no son sino una mísera cobertura de una desesperación abismal. Y así, la verdad de que la tristeza del mundo conduce a la muerte es cada vez más real. Ahora solamente el flirteo con la muerte, el juego cruel de la violencia, es suficientemente excitante como para crear una apariencia de satisfacción. «Si comes de él morirás: hace mucho tiempo que estas palabras dejaron de ser mitológicas» (J. Ratzinger, «Mirar a Cristo», pp. 76-77)

Signos de este panorama son: el vacío de un pensamiento nihilista, el relativismo que se ha apoderado de tantos y tantos en nuestra sociedad, una difusa fragmentación de la existencia; al mismo tiempo, una fuerte secularización de la sociedad con, incluso, repercusiones internas en la misma comunidad eclesial, y el avance, propiciado claramente por algunos poderes, de un laicismo cultural y social en el que Dios ni cuenta ni puede contar en la vida social y pública; fenómenos como las ideologías del poshumanismo, de la posverdad, o de género –todas con la misma raíz de suprimir a Dios y al hombre–. Inseparable de esto, una cierta generalización de la cultura de la increencia que aparece con especial fuerza en amplias capas de la población más joven; todo ello va acompañado de una quiebra de humanidad y de un gran desconcierto moral que define el ambiente cultural y social que se respira, con la paganización y modelos de vida en contraste con el Evangelio que se difunden tan extensa como irresponsablemente hoy. Pero es que, además y detrás o en el fondo, lo que todo esto delata es una sociedad con hombres seguros de su poder, de sus posibilidades y de sí mismos, porque confían únicamente en sí mismos, son incapaces de rezar y no esperan, no esperan en un amor, en una bondad y en un poder que va más allá de las posibilidades de ellos; estamos en «una sociedad que hace de lo auténticamente humano un asunto únicamente privado, y se define a sí misma en una total secularización», convirtiéndose así en un lugar propicio para la desesperación. Es una sociedad que «se funda de hecho en una reducción de la verdadera divinidad del hombre», de su grandeza, de su aspiración a altos vuelos y grandes metas. «Una sociedad cuyo orden público viene determinado por el agnosticismo no es una sociedad que se ha hecho libre, sino una sociedad desesperada, señalada por la tristeza del hombre, que se encuentra huida de Dios y en contradicción consigo misma» (J. Ratzinger, «Mirar a Cristo», 82).

Podemos añadir, para agravar más las cosas, la difusión de una cultura de la muerte, en la que la vida del hombre, de todo ser humano, sea cual sea su situación o la fase de su desarrollo en que se halle, cuenta muy poco, como demuestra la extensión del aborto provocado –sin duda el acontecimiento más grave y emblemático de la situación difícil y de quiebra de humanidad que atravesamos– que ha adquirido carta de derecho y ciudadanía y le cuesta al mundo millones de seres humanos; también demuestran lo mismo la experimentación con embriones, con células procedentes de abortos provocados, aunque sea para darles la vida a otros; y no podemos olvidar legislaciones existentes o en curso en favor de la eutanasia y del suicidio asistido, como ocurre en estos momentos en España, provocada por un Gobierno y un Parlamento suicidas porque no saben lo que hacen, como denuncié públicamente la semana pasada. Que Dios, infinito en misericordia, les perdone porque, nunca más cierto, no saben lo que hacen, se les ha ido la cabeza. Que no se les vuelva a ir en el tema de la educación.

La violencia con muy diversas formas, por ejemplo, en los hogares, o el terrorismo con tan frecuentes y gravísimas manifestaciones no remiten. Son muchos y grandes los sufrimientos y grandes dolores y heridas que se están padeciendo por todas partes, como un largo «vía crucis» de los tiempos actuales.

Es público, por lo demás, y hay que saberlo y ser consciente de ello, que existe un proyecto de alcance en valores culturales y, por tanto, ideológicos con los que se quiere definir por mucho tiempo la identidad social e histórica de nuestra sociedad para que sea «moderna». Se trata de un proyecto que no es nuevo, pero que se está radicalizando y acelerando entre nosotros, y que responde a una concepción ideológica basada en una ruptura antropológica radical, es decir, en una nueva visión del hombre, radicalmente distinta de la que hemos recibido como herencia y patrimonio común. Este proyecto, como es sabido, se asienta en tres pilares básicos e interrelacionados: relativismo moral, laicismo e ideología poshumanista, posverdad o de género, con todo lo que estos pilares llevan consigo. Se trata de un proyecto universal, pero utiliza nuestra sociedad española como un escenario clave, con la clara pretensión de una proyección sobre otros lugares. Encuentra, es verdad, sus principales obstáculos en la Iglesia católica como referente y en la familia como transmisora de un poso de valores.

¿Y a pesar de eso y de otras realidades en el fondo más duras podemos tener esperanza? SÍ, porque Dios no abandona al hombre, lo ama hasta el extremo, es compasivo y lo perdona, nunca lo abandona, y la prueba es Jesucristo, que vive, y es la esperanza que no se marchita. Ahí, en Él, está la luz que alumbra a todo hombre y concede sabiduría, raíz de la esperanza, que no defrauda.