Opinión
Fracaso colectivo
Salvaje. Esa es la definición precisa y amarga que te lanzan los sanitarios de la atención primaria cuando te interesas por la situación en los centros de salud. Salvaje, no hay más que pasarse por allí para confirmarlo. Cuando dejábamos atrás el Estado de Alarma allá por el lejanísimo mes de junio, antes del verano de botellones, contactos de a piel, encuentros con la familia, besos robados, y demás alimentos de la expansión, apenas escuchamos, no era el momento y había que respirar, a quienes desde los centros de salud advertían de lo que iba a pasar si no se ponía remedio. ¿Qué iba a pasar? Pues que una segunda oleada del virus iba a declararse como tormenta perfecta sobre ese lugar donde el ciudadano reclama y recibe la atención médica. Exigieron de la administración medios y apoyo: más médicos, más enfermeros, una estrategia de previsión adecuada y el tejido de una red de rastreadores que permitiera seguir la pista del virus cuando éste se manifestara. Acción y compromiso, vamos.
Rastreadores ¿qué era aquello? Pues una figura que en algunos países más decididos que el nuestro se encargaba de algo quizá pesado y monótono, pero vital en su acepción más amplia: conocido un caso se contacta con él y se sigue, a través de la información de esta persona contagiada, el rastro de todo aquel con quien ha tenido contacto. Una vez dibujado el rastro del virus se intenta localizar el origen y se traza un mapa de su distribución. Aquí llego algo tarde y no sé si muy bien. Hoy siguen rastro desde militares a sanitarios pasando por administrativos y algún estudiante voluntario. No se ha formado, que yo sepa, en la tarea específica a un colectivo de personas en técnicas de rastreo y los manuales que se aplican están llenos de lugares comunes y llamadas a la prevención, cuando ya es algo tarde.
El rastreo se ha convertido en otra de las cargas que soportan los médicos y enfermeras de atención primaria, que tienen frente a sí a la puerta del centro de salud colas abarrotadas de gente inquieta e irritada por la larga espera. La tensión provoca chispas y una atmósfera de trabajo insoportable, sobre la cual se cierne la exasperante certeza de que pese a los avisos no se les escuchó, que, bien sea por negligencia o, aún peor, incapacidad, ni se dotaron los servicios, ni se reorganizó el trabajo ni se diseñó una adecuada red de rastreo.
Como dijo el lunes el doctor Simón, estamos en plena oleada, nos alcanza ya la tormenta perfecta, lo que casi nadie esperaba tan pronto. Y no se ha reparado suficiente el material para enfrentarla, ni se han previsto las estrategias para impedir que vuelva a machacarnos.
Y nos invade, a poco que miremos alrededor, una agria sensación de fracaso colectivo. Porque el lamento que se escucha en los ambulatorios y vuelve a oírse cerca de las UCI nos concierne a todos. Naturalmente, y en primer lugar, a quien tuvo que actuar y no lo hizo, pese a tener la responsabilidad legal y el mandato democrático. Pero también fracaso de quienes creímos que esto se acababa y salimos a la calle a celebrarlo. También a nosotros nos advirtieron esos a quienes en su día aplaudimos y hoy exigimos soluciones inmediatas que ya no están en su mano.
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