Opinión

Tragicomedia

Los cachorros de la revolución de las sonrisas lanzan cabezas de cerdo a la policía antes de prender fuego a los contenedores de basura de la capital de su republiqueta inexistente. En la radio, el republicano Maragall me dice que condena semejantes actos, pero suscribe de pe a pa la renovada invitación de Torra a la revuelta desobediente como camino hacia el sueño de la independencia. Los independentistas son muy de desobedecer hasta que ven las barbas del vecino o del líder pelar. Torra ha prometido desobedecer tantas veces como ha evitado hacerlo. Solo una lo hizo de verdad para arrepentirse poco después, pero ya era demasiado tarde. Salvo ese desliz fatal, ni él, ni Torrent, ni autoridad alguna de la republiqueta arriesgan tener que pagar lo que sus compañeros en trámite de indulto se han comido y podrían en breve ya empezar a digerir. El límite de su arrojo revolucionario lo tienen muy medido: allá donde su bolsa o su libertad pueden verse diezmados. Hasta sus héroes están donde están porque calcularon mal, jamás pensaron que el Estado de Derecho se comportaría como tal.
Lo suyo es puro teatro. Cuantas más veces hablaba en su despedida el cap del desgovern catalán de compromiso, lucha y resistencia; cuanto más invitaba al prójimo a empujar, más le crecía su nariz de Pinocho de Waterloo y menos se acercaba a su supuesto objetivo revolucionario. En el adiós de Torra ha estado presente la liturgia tragicómica del espejismo republicano que empezaron a azuzar cuando hace una década la burguesía nacionalista engordó la bola del independentismo para tapar sus tres por ciento. Teatral la escenografía de un político desahuciado por muchos de los notables figurantes que lo rodeaban, ficticia su apelación al pueblo que lo había apoyado, actoral su llamamiento a unas próximas elecciones plebiscitarias y falso su entusiasmo revolucionario llamando a la resistencia democrática pacífica. Todo es cartón piedra, decorado, humo. A Torra le dejaron solo los que ayer pretendían parecer solidarios, ha descuidado a los ciudadanos que gobernaba, no sólo a la ignorada mitad no independentista, y ha sido el ejemplo palmario de la inexistencia de esa llamada resistencia pacífica. Porque ¿a qué se resisten? ¿A las leyes del Estado? ¿A la autoridad judicial? ¿Al gobierno de la Nación? No hay resistencia alguna. No hay valor para mantenerla. No hay nada.
Su proyecto no lo reconoce ningún país, su ideal de ley, sus justificaciones y lamentos, parecen emanar de un concepto superior democrático, abstracto y universal, que les sitúa por encima de cualquier orden terrenal. Ni siquiera el derecho de autodeterminación al que se aferran les corresponde como nación inexistente o como pueblo supuestamente oprimido. No hay pasado histórico que justifique ni futuro claro en la jaula de grillos que es hoy el movimiento independentista. Todo es teatro: mantener la ensoñación para seguir manteniendo poder. Pero sin futuro, ni, de momento, imaginación para buscar uno común ni, por supuesto, valor para arriesgar lo que uno arriesga cuando cree de verdad en lo que predica. ¿Qué servicio están prestando incluso a los suyos? Tiran los cachorros de la revolución de las sonrisas cabezas de cerco a la policía, mientras en los despachos se hacen cálculos de equilibrios de poder y un tipo gris que algún día se creyó poderoso, avanza por la calle mintiéndose a si mismo y a quien quiera detenerse a escucharle.