Opinión

El mal mayor

Los meses transcurridos desde su aparición nos han permitido evaluar, con cierta perspectiva, las trágicas repercusiones de la COVID-19, entre nosotros. Como resumen, a día de hoy, la crisis sanitaria ha sido objeto de múltiples y encontradas estimaciones, incluso estadísticas. Sus secuelas económicas han suscitado también, valoraciones distintas en cuanto a alcance y duración. Así como las medidas para superarlas. Algo parecido, aunque de forma difusa, sucede acerca del malestar social generado por el creciente temor a la pandemia, cuyo tratamiento eficaz se retrasa más de lo deseable y hasta previsible. Tensión aumentada por la angustia de quienes han perdido su empleo, o se ven en riesgo de perderlo, y el empobrecimiento severo de amplios sectores sociales. Un panorama, en fin, marcado por la confusión general y la controversia, más allá de cualquier objetivación, porque aun las cifras siguen siendo manipuladas sistemáticamente. Bajo este ejercicio, un tanto superficial, repetido con escasas variantes, restan por analizar otros aspectos, menos llamativos acaso, pero de enorme importancia.

La clave de este balance provisional ha estado, en gran medida, en la pésima gestión política, desarrollada a propósito de la invasión del SARS.CoV-2. A través de ella se ha desvirtuado la realidad hasta instalarnos en la ficción permanente mediante un discurso confrontativo, culpabilizador de los otros, sin importar los intereses, preocupaciones y necesidades de los ciudadanos. El coronavirus ha sido el catalizador de la peste moral, que afectaba ya la vida política española, causada por la Yersinia pestis políticus cuyo contagio se produce a través de un determinado tipo de parásitos. Conviene prestar la mayor atención a esta vertiente de la crisis que padecemos, por su gravedad, su incidencia negativa en el conjunto de la situación y su trascendencia.

El elemento a considerar, en primer término, es el lenguaje político y sus efectos. Su empobrecimiento y uso aberrante venían preocupando mucho desde las últimas décadas del siglo XX, y más aún en lo que llevamos vivido de la presente centuria. Ese fenómeno de la perdida de significado de las palabras, en este campo, aparece analizado, entre otros, por M. Thompson en su ensayo «Sin palabras, ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (2017)». En los más de tres años transcurridos desde entonces, este problema ha empeorado de manera exponencial. Se trata de un fenómeno común en Occidente, pero en el caso español se superan todos los límites imaginables.

Tengamos en cuenta que el lenguaje constituye la herramienta esencial en política y, de su mano, en el dominio público. En él están escritos los valores de la sociedad y, además, los refuerza o los debilita según su grado de veracidad y el fin para el que se emplee. La banalización del lenguaje, nos banaliza a nosotros mismos, pero cuando además éste se reduce a la mentira y se emplea para destruir al adversario, potenciando la desorientación, el miedo y la irracionalidad, nos destruye a todos como seres sociales receptores del mismo. Aunque también al poder emanado de ese lenguaje pervertido le acabará deslegitimando, pues mentir a sabiendas acarrea el incumplimiento de sus palabras y la consiguiente degradación moral. El lenguaje pasa así de ser un recurso para trascender y deviene intrascendente. Imposibilita el diálogo, impide hablar y, con ello compartir. Fractura la sociedad porque ser parte de una comunidad significa cooperar con los otros, a través del lenguaje. Como decía Neruda «no hablar es morir entre los hombres», pues las palabras dan vida a la vida. No sin razón afirmaba Ch. Hockett que «el lenguaje es el bien más grandioso de la raza humana».

Por otro lado el lenguaje mediatiza nuestro saber y nuestro pensamiento. Solo él nos permite vivir, ser y crear en comunidad. La extrema debilidad a la que se ve reducido, unida a su férrea subordinación a prejuicios ideológicos, nos condena prácticamente a no pensar. Se logra así que la sociedad no demande respuestas a las grandes cuestiones que nos desafían o se conforme con explicaciones vacías.

Una consecuencia inmediata de este proceso, en las circunstancias en las que nos hallamos, es la imposibilidad de construir un proyecto común, imprescindible para superar la crisis. Carecemos de lenguaje para hacerlo por cuanto hemos roto la comunicación necesaria. Nos hemos confinado unos a otros en reductos ideológicos, imponiéndonos el «estado de exclusión». Surge así una serie de guetos dentro de los cuales nos identificamos frente a los demás. Los barrios y su ubicación en la geografía urbana toman un protagonismo distinto y dan pie a nuevas fronteras. Mientras, se acentúa la insolidaridad y la rivalidad interregional preexistente. Bien podremos decir que de esta coyuntura no saldremos juntos ni a tomar copas, aunque nos invitasen.

Los efectos ya señalados de la destrucción del lenguaje apuntan además a otros objetivos estratégicos, en los propósitos de quienes la promueven. Algunos miembros del gobierno, y de otros grupos de poder en determinados círculos refractarios a la España constitucional y democrática, saben que para derribar un sistema socioeconómico y político resulta fundamental destruir la historia, las creencias y el lenguaje que le sustentan. Aquí se inscriben las repetidas campañas contra estos tres pilares. Y por elevación el hostigamiento a la Corona, clave de bóveda de esa misma España.