Opinión

Prioridad presupuestaria: comprar votos

El gobierno acomete una innecesaria subida del gasto y anuncia lesivas subidas de impuestos con el objetivo de atajar el déficit público

Una de las medidas más polémicas de los Presupuestos Generales del Estado para 2021 es la revalorización del sueldo de los empleados públicos y de las pensiones en un 0,9%. ¿Y por qué es polémica? Primero, porque no existen condiciones objetivas que la justifiquen: segundo, por el alto coste que supone, especialmente en ausencia de las condiciones objetivas que lo justifiquen.
De entrada, ¿cuál es la razón que motiva una revalorización de estas dos partidas de gasto público? Supuestamente, el mantenimiento del poder adquisitivo de sus receptores. Pero, a este respecto, no deberíamos olvidar que, por un lado, en 2020 las pensiones públicas ya se revalorizaron un 0,9% y los sueldos públicos, un 2%; y que, por otro, el IPC ha cerrado este mes de octubre en el -0,9%. O dicho de otra manera, la ganancia de poder adquisitivo real que han experimentado los pensionistas hasta ahora se acerca al 2% y la que han logrado los empleados públicos, al 3%. A su vez, que la inflación siga en caída libre (deflación) durante unos meses en los que supuestamente deberíamos estar experimentado la reactivación económica, no sólo arroja serias y preocupantes dudas sobre el deplorable estado actual de nuestra economía, sino que transfiere esas mismas dudas a 2021. ¿Qué indicios tenemos de que la inflación repuntará con fuerza a lo largo del próximo ejercicio como para tener que anticipar una subida de sus remuneraciones? Ninguna. Ahora mismo es la deflación la que se acelera y, en consecuencia, como poco, deberíamos proceder a congelar pensiones y sueldos públicos –si no a recortarlos–.
A la postre, este tipo de medidas no salen ni mucho menos gratis: el coste de la revalorización de las pensiones asciende a unos 1.500 millones de euros y el de los salarios públicos a otros 1.500 millones sólo durante el venidero ejercicio –y no olvidemos que el incremento se consolida en la base del gasto de todos los años, de manera que se trata de un sobregasto acumulativo–. La decisión política podría ser menos dañina de lo que va a ser si se optara por aumentar estas partidas del Presupuesto con más endeudamiento público. No sería ni mucho menos mi opción preferida –España ha de comenzar a controlar su deuda si no quiere enfrentarse a una crisis financiera futura; y, además, probablemente existan otros destinos mucho más necesarios ahora mismo de ese gasto–, pero al menos tendría cierta lógica dentro del paradigma keynesiano –vamos a estimular la economía incrementando el gasto con cargo al déficit–.
Sin embargo, no olvidemos que, al mismo tiempo que el Ejecutivo acomete esta innecesaria subida del gasto, también se están anunciando lesivas subidas de impuestos con el objetivo de atajar el déficit público: subidas del IRPF, de Sociedades o de Patrimonio y la creación de la Tasa Google o la Tasa Tobin. Si el Gobierno congelara salarios y pensiones públicas, no podríamos ahorrar todos esos incrementos tributarios, que evidentemente dañan nuestra capacidad para crecer y recuperarnos.
Pero el Ejecutivo ha escogido mimar a aquellos grupos sociales de los que puede pescar un mayor número de votos en el futuro –la suma de pensionistas y empleados públicos supera los 13 millones de ciudadanos–: retener el poder político aun a costa de condenar la economía mediante la generación de muy onerosas redes clientelares.

Frágil crecimiento

El crecimiento económico de España en el tercer trimestre del año –con un aumento del 16,7% frente al segundo– no debería llevarnos a olvidar las enormes fragilidades que siguen atenazando nuestra situación actual. Por un lado, una parte muy significativa de nuestra estructura productiva –toda la relacionada con actividades sociales, como la hostelería o la restauración– sigue absolutamente hundida. No en vano, España se quedó sin una temporada turística al uso y, por tanto, la mayor porción de los ingresos de muchas de esta empresas no han llegado durante este año. Y, lo peor, es que no hay perspectivas de que estos sectores vayan a levantar cabeza mientras la pandemia siga descontrolada. Por otro, nuestro crecimiento actual está dopado por un déficit público difícilmente sostenible a medio plazo.

Déficit del 7% del PIB

El déficit público de España terminará el año muy por encima del 10% del Producto Interior Bruto (PIB). En agosto, de hecho, ya ascendía al 7%: en concreto, 78.104 millones de euros. La cifra es más del triple que la registrada en los ocho primeros meses de 2019. En aquel entonces, el desequilibrio presupuestario del conjunto de las Administraciones Públicas era del 2% del PIB: algo más de 25.000 millones de euros. El motivo de este estallido del agujero presupuestario es tanto el aumento del gasto –los desembolsos han crecido en 27.000 millones de euros– cuanto la caída de la recaudación, que ronda el 10% frente al mismo período el año anterior–. Nuestro crecimiento actual, por tanto, está dopado totalmente por el déficit público, y todos deberíamos ser conscientes de que no es sostenible.

Segunda ola

Las perspectivas económicas de nuestro país no

son buenas en absoluto. No lo eran tras la primera recuperación y en ausencia todavía de una

segunda ola –por el daño acumulado al tejido económico y por el incremento de nuestra deuda– y mucho menos lo van a ser ahora en medio de esta segunda ola que nos afecta. Francia y Reino Unido van a confinar de nuevo a sus poblaciones, lo que garantiza que sus economías vuelvan a contraerse con dureza durante el cuarto trimestre de 2020. Sólo este parón de dos de nuestros principales socios comerciales ya debería ser motivo de preocupación pero, ¿acaso cabe pensar que Francia y Reino Unido confinarán a sus poblaciones y España no lo terminará haciendo igualmente? Volveremos a las andadas con una economía mucho más debilitada y endeudada.