Opinión
Amenaza
Los estudiantes de pedagogía saben que las amenazas no son una buena manera de educar. A los niños no hay que amenazarlos, en todo caso los padres deberían castigarlos cuando hacen algo malo (tomando las debidas precauciones para no resultar –los mismos padres– encarcelados por sancionar a sus díscolos pequeñuelos, ya que la ley protege a los menores hasta extremos ridículos y contraproducentes para su normal y sano desarrollo. Las amenazas siempre son un obstáculo para la tranquilidad de las personas, para su paz personal, para el curso de su existencia. Porque esparcen miedo, que ejerce como catalizador de las conductas y las obliga a modificarse, no por convencimiento, sino por medio de la coacción más perversa. Mediante la amenaza se hace saber, verbigracia, que la población sufrirá algún mal (una cruel subida de impuestos, recortes de libertades, un cambio legal represivo…). Es el anuncio de un peligro próximo. Solo la enunciación de la amenaza basta para provocar un efecto parecido –igual, y a menudo incluso mayor– que el hecho en sí que se avisa, y que puede no llegar a concretarse siquiera. No hará falta. Porque la amenaza cumple con el trabajo de ese mal con igual eficacia y un coste incomparablemente menor. Resulta sorprendente que el Código Penal tipifique como delito las amenazas para los particulares que las profieran contra terceros, mientras que resulta confuso, gaseoso, al definir las amenazas que, verbigracia, los gobernantes puedan verter sobre los ciudadanos como manera rápida, barata y segura de controlarlos. Si alguien advierte de su intención de causar un daño –por lo general grave– sobre un individuo o su familia, en una escala proporcional comete un delito menor que quien amenaza con producir grandes daños sobre masas inmensas constituidas por millones de sujetos (sujetos de Derecho, por cierto). Las amenazas no sirven para educar a nadie, es sabido, pero hay políticos que legislan y lo último que desean es educar a los votantes: se conforman con aterrorizarlos. Por eso lo que no funciona en la educación lo hace de manera perfecta en los miasmáticos terrenos de la comunicación política.
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