CHAPU APAOLAZA
Se está armando
El mayor espectáculo del mundo es la muerte. Diego Armando tuvo un final fenomenal, temprano, patético, lo suficientemente trágico. Será una muerte a su altura cuando cuaje como es debido la sombra de la sospecha, de si lo dejaron morir, de si lo mataron, o de si no murió. La figura cristoide de Maradona se redondeará definitivamente cuando alguien se barrunte que sigue vivo. A la espera de que resucite, asistimos a este duelo tan enloquecido como el muerto.
Este desconsuelo, coartada de todas las pedanterías pseudolunfardas, linda al norte con que a qué tanto lío, si Maradona no era más que un tipo que chutaba una pelota. Lo de la pelota es una imagen tan recurrente para desprestigiar el fútbol y a los que «le pegan a una pelota», dicen el fontanero y el columnista, como si en sus profesiones alcanzaran una elevación de la que el futbolista es incapaz. Como si poner palabras en una caja de texto o empalmar una tubería se asentaran en un honor distinto a eso chusco de pegarle a la pelota. Como si para pegarle a la pelota valiera cualquiera.
Al sur, este mar de lágrimas viene a dar con la vida como ejemplo y el reproche de que el dios del fútbol no puede ser celebrado por su gusto por la droga, la violencia, los dictadores, la falta de deportividad y en general, su inclinación a la miseria. Algunos estamos convencidos que a los artistas hay que juzgarlos por su obra y no por su bondad. Cabe pedirle al escultor que esculpa, al torero que toree, al tenor que cante y al futbolista que le pegue a la pelota, no que sea un santo. Para buena gente, están los amigos.
El «affaire» Maradona nos enseña que, cuanto más imperfecto sea el llorado, más respeto merece. El tipo ejemplar es una figura incomoda, pues nos pone frente al espejo de nuestras limitaciones. El admirado aquí debe reunir dos condiciones necesarias para la idolatría: resultar admirable en algunas cosas –pongamos, su toque de pelota–, y execrable en otras que se le perdonan. El imperfecto nos hace parecer mejores. Este es el motorcillo con el que navegan los programas del corazón: si alguien es aceptado siendo como parece un saco de basura, es que cualquiera puede merecer un elogio. Hasta yo. Frente a la vida de Maradona, no quedamos tan mal. Si Diego hubiera muerto con quinientos millones de dólares en la cuenta bancaria, el «six pack»de abdominales y una mujer estupenda a la que echarle el brazo por encima del hombro al salir de paseo, si hubiera jugado igual de bien al fútbol, pero su vida hubiera sido admirable, se le lloraría menos.
Otra cosa son las lecciones «diegas». Tres horas después de saberse que había muerto Maradona, la gente en Twitter seguía anunciando que se había muerto Maradona. Se me ocurrió advertir desde el sarcasmo de que nadie se olvidara de dar la noticia, acaso no nos fuéramos a enterar. Esto no suponía siquiera un juicio de nada, pero mereció que me desearan algunos que me cogiera un toro y que le pusieran banderillas virtuales a mi perro. A mi perro, la gente le ha puesto más banderillas que El Fandi. Es curiosa esta seriedad repentina que demuestra que Maradona era el único que podía tomar la vida a broma. El mundo es un sitio extraño en el que habiendo hecho lo que hizo Maradona y habiendo representado lo que representó, que después de celebrar los goles que metía a los niños sin piernas, yo no pueda escribir que en la capilla ardiente del futbolista se está Armando.
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