Opinión

Rafaela, Inés y Carmina

Las tres son vecinas de la misma calle desde que llegaron a Madrid a finales de la década de los 60. Venían del pueblo, de Villanueva de Córdoba, de Santacomba y de Puertollano. Y con ellas traían la cultura de la puerta de casa siempre abierta, para que entrara quien quisiera, y la de considerar al vecino más «allegado» que algunos de los familiares que dejaron en el pueblo. Venían a trabajar, bajo la autoridad del padre o el novio. Se hicieron amigas porque salían las tardes de los sábados del brazo de los que acabaron siendo sus maridos para ir a jugar a las cartas a la Casa Campo, en rutinarios paseos desde el popular barrio en el que todavía hoy siguen viviendo.
Como Rafaela, Inés y Carmina, hoy hay muchas otras mujeres, abuelas en su mayoría, y que todavía no se sienten mayores. A veces aún se paran y miran a sus hijas con algo de sorpresa por ver dónde están y cómo han conseguido escalar sin necesidad de ir del brazo ni de una buena familia ni de un hombre.
Rafaela, Inés y Carmina saben mucho de política, si como política se entiende el trabajo por el bien común, y han votado a rojos y azules según llegaran a la conclusión de que unos u otros iban a facilitarle a sus hijos mejores estudios y mejor trabajo. Ahora creen que da igual, que todos son lo mismo, y que lo que han conseguido sus hijos se lo han ganado ellos en una democracia que no es perfecta, pero en la que, con todas sus carencias, es donde mejor han vivido. Para ellas, la Constitución del 78 marcó un punto de inflexión en el reconocimiento de los derechos de la mujeres. Les da igual que tuviera siete «padres» y ninguna «madre», porque sin entender de leyes, ni haber leído nunca su texto, sí han comprobado que este punto de inflexión ayudó a situar la igualdad como un derecho fundamental. La Constitución les reconoció, al menos en teoría, la no discriminación en el empleo por razón de sexo o estado civil, el derecho a contraer matrimonio en plena igualdad jurídica, el derecho al trabajo y a una remuneración suficiente, la igualdad en la patria potestad y en la administración de bienes. Rafaela, Inés y Carmina no tienen apenas estudios, pero bajo la protección de la Carta Magna y de las becas de los 80 y 90 sí han visto cómo sus hijos terminaron los suyos, los primeros de la familia con carrera universitaria. El problema no está en la Constitución, está en los políticos que tienen que aplicarla.