Opinión
Historia, reconciliación y legitimidad
La Corona, desde comienzos de ese proceso, se presentó como puente de conciliación entre vencedores y vencidos.
Por qué la derecha se somete hoy a la tergiversación histórica de una izquierda radicalizada? No se ha dado todavía respuesta, pero el fondo no es otro que el olvido del origen de la reconciliación en la Transición, base del vigente régimen constitucional.
Entonces se aceptó que ningún bando de la Guerra Civil tenía que renegar de sus orígenes y principios y, por tanto, ambas partes se reconocían legitimidad para pactar, sin condenas previas ni exclusiones por cuáles habían sido sus respectivas posiciones y responsabilidades en nuestra historia contemporánea.
Desde entonces, la renuncia de la mayor parte de la derecha a defender su trayectoria desde la II República hasta 1975, con progresiva aceptación de una legitimidad exclusiva del bando republicano, sólo se explica por la errónea identificación entre democracia y II República. Se tergiversa la historia de esta última y se acepta la errónea conceptuación del régimen de Franco como carente de cualquier legitimidad y justificación histórica.
Para deshacer esta tergiversación, base de toda posterior sumisión al relato histórico progresivamente impuesto por la izquierda cada vez más radicalizada, es preciso remontarse a los orígenes de la Transición y al papel de la Monarquía reinstaurada (por Franco, con la Ley de Sucesión en 1947, como instauración; con la designación de Don Juan Carlos como sucesor a título de Rey en 1969; con Su proclamación como tal en 1975; y después, como Restauración, por la Constitución de 1978, culminando el proceso constituyente iniciado por la Ley para la Reforma Política de 1976 y el subsiguiente referéndum, y confirmado por la renuncia de Don Juan a sus derechos dinásticos).
La Corona, desde comienzos de ese proceso, se presentó como puente de conciliación entre vencedores y vencidos. Herederos de ellos eran los reformistas del franquismo y los comunistas, los socialistas y los nacionalistas catalanes y vascos que aceptaron entrar, junto a otras fuerzas de centro y derecha, en el proceso democrático impulsado por Don Juan Carlos I, con las elecciones generales de 1977. Tan sólo el terror atacó esta reconciliación.
La ausencia de una reivindicación del papel de los franquistas impulsores de la reforma, derivada, sobre todo, de la desaparición en 1982 del partido que integró a la mayoría de sus principales protagonistas, la UCD, implica una inseguridad ideológica de raíz en la derecha. Hay que subrayar que los reformistas del régimen de Franco fueron quienes abrieron decisivamente el proceso de transición política. La conocida frase de Torcuato Fernández-Miranda, «de la Ley a la Ley», simboliza la esencia de ese proceso.
¿Por qué no se reivindicó ese legado y, con él, la evolución y progreso socioeconómico del régimen de Franco en sentido cada vez más convergente con las sociedades democráticas, sin lo cual habría sido imposible la Transición?
Lo cierto es que la condena del franquismo y su falsa identificación con los totalitarismos nacional-socialista y fascista, desmentida por su vinculación al catolicismo y su evolución durante cuatro décadas, lleva a la exclusión y condena de todo lo que significó la España nacional y de lo que representan política, cultural y sociológicamente los que, quieran o no, son sus herederos. De ahí el ensalzamiento de tantas figuras históricas republicanas y el repudio de las nacionales.
El propio Claudio Sánchez-Albornoz, que más tarde sería Presidente de la República en el exilio, escribe en «Mi testamento histórico-político» (1975): Doy fe de que {Azaña} veía con claridad que la República escapaba de las manos de sus creadores. Doy fe porque en Valencia me dijo: «la guerra está perdida, pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos. Si nos dejaban». No cabe testimonio más preciso de su convicción de que los demócratas liberales habíamos sido desplazados de la conducción de la República, que habría caído sin remedio –había caído ya en 1937– en manos de los secuaces de Moscú».
Todo ello aconseja fortalecer nuestra Monarquía parlamentaria. Pues, ¿Qué sentido tiene seguir siendo puente si no hay dos orillas, y si la única aceptable es la que se proclama heredera de una República que se convirtió en revolucionaria, abandonando la democracia, como recuerda el testimonio de Sánchez-Albornoz? Hay que tener en cuenta que la reinstauración monárquica fue posible, en primer término gracias a la desaparición de aquella República, con la victoria del bando nacional. Si se exige, para que la derecha pueda ser considerada democrática, que acepte la ilegitimidad radical de aquella victoria, de la que procede el reformismo franquista y, en su origen, la propia Monarquía reinstaurada y transformada en Monarquía parlamentaria por la Constitución, ¿cómo podría ésta seguir integrando a unos y a otros?
Para ello, no hay que negar nuestra historia, sino aceptarla en todo, lo bueno y malo. No hay que condenar ni canonizar, sino conocer e integrar. Historia, sí, memoria adjetivada, no. Y la Monarquía parlamentaria, forma política del Estado (Art. 1.3 de la Constitución), debe expresarlo, para seguir siendo «de todos los españoles», y garante de la indisoluble unidad de España, en la que se fundamenta la Constitución (Art. 2).
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