Opinión

Un año para aprender

Este 2020 que empezamos a mirar hacia atrás ha superado todas las previsiones demostrando que el azar juega un papel extraordinario en nuestra existencia. Mucho más grande de lo que pudiéramos imaginarnos. Esto sería lo primero que hemos aprendido, al menos la mayoría. De pronto lo imposible parece posible, pero también a la inversa. A lo largo de estos meses hemos asistido a un proceso cuantitativa y cualitativamente deslumbrante. El acontecer nos ha sometido a enormes pruebas y, a la vez, nos ha ofrecido innumerables oportunidades de aprendizaje. De pronto una tormenta perfecta nos asomó a un escenario con muchos miedos, demasiados. Todos a la vez, individuales y colectivos, y el tiempo escapó a nuestro control. Nos sentimos débiles e incapaces de conducir la situación. Tuvimos la sensación de perder, abruptamente, independencia y libertad.
Ante nuestros ojos se desarrollaba una violenta patología social, económica, sanitaria y sobre todo política. La peste se enseñoreaba de la realidad. Una forma en la que el poder, ocupado por diversos grupos de interés, ha tratado de apropiarse de las instituciones, situando al Estado a su servicio, en detrimento de los ciudadanos. Un neogolpismo basado en la mentira, la fractura, el enfrentamiento y el rencor. El ser humano perdía, asombrosamente, los asideros habituales, ante la amenaza del naufragio colectivo. Nada parecía, sin embargo, importarles a los predicadores de la revolución.
El mundo se ha resquebrajado en medio de la zozobra. Europa es cada día más débil. Su significado en el contexto mundial pierde fuerza, a ojos vista, y España, empujada hacia su propia ruptura, ofrece la demostración más palpable de esa degradación. El Reino Unido confirma su salida de la Unión. Los países del Norte recelan de los del Sur. Alemania trata de mantener su compromiso y liderazgo, pero con unas capacidades cada vez más limitadas. Francia intenta algo parecido. Italia ha sufrido especialmente el azote de la pandemia. Polonia, Hungría… hacen alardes de escasa solidaridad. Los países pequeños buscan salvar su situación de la mejor manera y España depende cada día más de las migajas de las ayudas de Bruselas.
Resuenan ecos lejanos del Diying Nations Speech, aquellas palabras de lord Salisbury de 4 de mayo de 1898. No solo eso. Por entonces el Imperio Otomano era el «hombre enfermo» en suelo europeo. Desgraciadamente nuestro país juega hoy ese papel en el Viejo Continente. Hemos constatado que la libertad, la democracia, el respeto,… los pilares, en suma, de un sistema que creíamos sólido, pueden ser destruidos. Pero, a pesar de todo, quedan elementos para la confianza. El hostigamiento canalla contra el Rey no ha hecho sino reafirmar su ejemplo de dignidad y lealtad. Mientras, en el común de la sociedad, miles y miles de hombres y mujeres ejercen, con entrega admirable, la pedagogía del esfuerzo, del sacrificio, de la labor ilusionada.
Al otro lado del Atlántico lo ocurrido en Estados Unidos causa no poca perplejidad. Sus instituciones se cuartean. Basta mirar el último proceso electoral. La corrupción, como hidra de mil cabezas, se extiende por todos los ámbitos. La fe del hombre en el hombre atraviesa un nuevo momento histórico, profundamente crítico. Ahora más que nunca, en este espacio cargado de vacíos, el secreto de la vida, como decía W. Ward, será atreverse. En primer lugar a aprender porque, según escribió Horacio, «sapere aude». Pero en este ejercicio, en el que sobrenadan las nuevas dimensiones de la vida y de la muerte, resulta muy difícil aprender; separar lo trascendente de lo intrascendente. Cobra especial fuerza la sentencia de Séneca «hace falta toda una vida para aprender a vivir» y, sin embargo, ese aprendizaje requiere tiempo, acierto, esfuerzo. Las nuevas tecnologías apuntan a un universo atomizador del individuo, dentro de las múltiples oportunidades que prometen. Hemos aprendido que el hombre tendrá que buscar en sí mismo el motor para su futuro.
Y en esto llegó la vacuna, o las vacunas, envueltas en luces y sombras interesadas, pero con una carga de esperanza impuesta por la extensión sin límites de la pandemia. Tengo para mí que la vacuna tendrá los resultados sanitarios que esperamos, pero necesitará también otros efectos morales. La guerra contra la peste va mucho más allá de la batalla contra el coronavirus.
Hace solo unos días aprendí una lección de esperanza. En una parte del ala de urgencias de un hospital, desde el módulo que ocupaba, pasé de estar en observación a observar lo que ocurría. Vi a un enfermo, algo disminuido psíquico, que había superado el motivo de su ingreso. Seguía en la cama y le pidieron, como último requisito, que orinara. No hubo manera. Su dignidad le impedía hacerlo. Mientras, ingresó otro hombre mayor, con la lógica desorientación. A preguntas del personal sanitario sobre quién era y qué dolencias tenía,… fue facilitando información confusa y un catálogo tan amplio que hacía difícil encontrar alguna afección que no tuviera. Pero al hablar de su familia fue mostrando una creciente emoción, recuperando el sentido de su humanidad. El espacio de la urgencia encerraba la vida plena de actividad de quienes luchaban por combatir la enfermedad, en la frontera de otra forma de vida, dolorida pero digna y esperanzada. Con sentido total de la existencia. Pude comprobar que la meada de un hombre y la emoción de otro tenían más dignidad que cualquier teoría sobre la eutanasia.

Emilo De Diego es miembro de la Real Academia de Doctores de España