Opinión

La nueva realidad

Tenía que suceder algo tan tremendo, con familias destrozadas, con ancianos llenos de sufrimiento –los ancianos y los niños no deberían sufrir nunca: deberían ser los más felices-, con muerte y aislamiento rodeándonos por todas partes para que, al fin, se produjera una reacción en nuestra sociedad, para que, de una vez, nos diéramos cuenta de que no estábamos en el buen camino. Y sucedió en marzo, en el mes y el día que yo nací en que la pandemia nos obligó a encerrarnos, a ponernos un bozal y a someternos a las exigencias de una enfermedad que se estaba cargando a humanos por decenas, con cifras que nos helaban el corazón porque crecían día a día. Hubimos de eliminar excesos y agachar la cabeza ante lo que se nos vino encima con el agravante de padecer un gobierno que seguía –y sigue-, mintiendo sin saber cómo gestionar una situación extrema. ¡Y supimos hacerlo con orden y disciplina!, porque, finalmente no somos tan desastrosos como creemos. Los españoles somos caóticos, sí, pero de forma inusitada supimos adaptarnos a unas circunstancias en las que la disyuntiva era resistir o morir. Ahora nos encontramos con que hubimos de adaptarnos también a una Navidad sin bullicios ni muchedumbres. La que estas líneas escribe se negó a una decoración exuberante en la casa, en señal de luto por los que se han ido, y también como protesta, como un grito de rebelión al viento por haber tenido que prescindir del calor de la familia, de esos pequeños que nos devuelven la ilusión ante los regalos bajo el árbol, esos a quienes hemos visto a través de videollamadas… ¡y gracias que podemos contar con medios técnicos como consolación de esa ausencia que nos encoge las tripas!

El virus nos ha sometido, nos ha dejado sentir su bota aplastante y nos ha apretado la garganta llevándose a tantos amigos queridos que ya no volveremos a ver. En estos días parece como que su ausencia se hiciera más notoria, siempre ocurre. Es lo que tiene vivir en abierto, con las puertas siempre de par en par y con la casa aunando personas cercanas, ahora en número limitado. Esta Nochebuena ha sido menos “buena” por la falta de presencias, y también se interpreta como un tirón de orejas por los excesos de un pasado cercano. El mensaje lo hemos recibido y muy probablemente no volveremos ya a lo de antes. Personalmente me parece mucho más coherente el horario obligatorio que se nos ha impuesto. Agradezco no trasnochar como antes, agradezco la disciplina de una cena más temprana teniendo en cuenta el toque de queda, algo que dejaría de forma permanente porque a todos nos beneficia en todos los sentidos. Si en otros países europeos tenían estos tiempos marcados como cotidianos por algo será. Éramos los únicos que se salían de madre… ¡y así nos iba! Por tanto menos lamentaciones y más orden, que para desorden ya están los gobernantes, y no queremos ser como ellos.

El domingo próximo estaremos ya en otro año y todo el mundo aspira a que sea mejor que el que dejamos atrás. Siempre ocurre lo mismo, pero este año más todavía porque el 2020 nos ha dejado enfermedad y ruina, las dos peores lacras que nos puede mandar el devenir. Y, ¡ojo!, que todo es siempre susceptible de empeorar, así que lo mejor que podemos hacer es aunar fuerzas para ir venciendo la adversidad, ya sea de forma individual o colectivamente. Mejor quizá de las dos maneras. Y, sobre todo, llevando como bandera la frase que un día pronunció ante el entonces príncipe de Asturias, hoy Rey de España: “Señor, el que resiste, gana”. Amén.