Opinión

Estado compuesto o descompuesto

Los sucesos de los últimos meses, y también de los últimos días, han supuesto un examen para nuestras administraciones públicas y, por extensión, para nuestro modelo de Estado. La pandemia, el plan de vacunación y el temporal de frío y nieve son, por separado, problemas de muy difícil gestión. Si, además, coinciden en el tiempo, la complicación se multiplica. Por tanto, cualquier análisis debe partir de la comprensión hacia quienes están al frente de los diferentes operativos, porque siempre es más fácil ver los toros desde la barrera que lidiarlos.
Pero la comprensión –ponerse en los zapatos de quien tiene que tomar decisiones difíciles en poco tiempo y con recursos limitados– no debe impedir que analicemos los resultados del test de estrés que estos problemas tan graves suponen para el funcionamiento de nuestro Estado compuesto, que no debe ser un Estado descompuesto.
El presidente del Gobierno de la Nación descolgó el teléfono para llamar a los presidentes de las comunidades autónomas y al alcalde de Madrid el sábado a media tarde. Para entonces, la tormenta llevaba 48 horas sobre nosotros y, muy especialmente, 24 horas arreciando en el centro de la península con una nevada siberiana. Por fin, los máximos responsables de las tres administraciones implicadas mantuvieron una charla que debieron tener una semana antes, cuando los meteorólogos empezaron a advertirnos de lo que podía pasar. Y pasó. Las rencillas políticas y el celo mal entendido por las competencias de cada cual no pueden entorpecer la respuesta a los problemas, pero eso es lo que ocurre a menudo.
Lo hemos vivido durante los meses de pandemia. Moncloa decidió en un principio asumir todos los poderes con el mando único. No le gustó el resultado político y entonces decidió ceder la responsabilidad de actuación a las comunidades, para que fueran sus presidentes quienes pagasen las posibles consecuencias en términos de imagen. Cuando se aprobó la vacuna, el Gobierno central dio una docena de ruedas de prensa de presentación, en un gran operativo propagandístico, pero luego ha dejado que sean las autonomías las que apliquen el plan. Porque anunciar planes es más fácil que hacerlos cumplir. Ahora tenemos comunidades que han utilizado más del 80 por ciento de las dosis y otras que apenas han empezado a vacunar. El proceso es lento y descoordinado. En definitiva, fallido.
Y con la tormenta de nieve hemos repetido los errores habituales: cada administración parece ir a lo suyo, en el empeño de que nadie le toque sus competencias, mientras desde Moncloa se observa el panorama con la distancia propia de quien prefiere mojarse lo menos posible, o gusta de actuar como el séptimo de caballería: que parezca que llega al rescate cuando los responsables de otras administraciones no consiguen salir airosos de situaciones complejas.
Un país descentralizado no tiene que ser un país desorganizado. Ni tampoco la descentralización puede funcionar como coartada para alejarse de los problemas más incómodos de gestionar, para que sean otros quienes aguanten la vela. Porque, en definitiva, la vela es de todos: de los ciudadanos.