Artistas

Subvencionar hoy arte racista o blasfemo

«¿Algún país europeo se atrevería a hacer una exposición estatal que ridiculizase a la religión musulmana?»

Ilia Galán Díez

Hubo un tiempo en que las artes buscaban eminentemente la belleza y lograron lo más excelso del humano género. Pero dejaron muchas veces de ser bellas sobre todo desde el Romanticismo. Consideradas como armas para lograr el ansiado progreso: había que demoler prejuicios ya viejos, romper con la moral recibida. El revolucionario pensamiento pretendía derribar el sistema establecido con las monarquías. Revolución y ruptura se trasladaron de lo político y lo estético a lo moral.

Madame Bovary, de Flaubert, fue clave en la imposición del «arte por el arte», al margen de la moralidad, justificando el adulterio. Poetas malditos (Baudelaire, Rimbaud, Verlaine) frecuentaron esa senda que también se dio en pintura (Beardsley, Schiele...) y poco después en otras artes. A partir de los años sesenta del pasado siglo el escándalo ha resultado un recurso fácil para lograr la promoción de lo reprimido en los países occidentales, con el freudiano lema de «romper el tabú» o desinhibirse.

Estamos acostumbrados a los escándalos del mundo de la música comercial, como el rock, o del cine, pero la actual exposición de León Ferrari en el museo nacional Reina Sofía de Madrid ha renovado la polémica entre libertad de expresión y cultura promocionada por instituciones estatales, pagada mediante impuestos obligatorios, extraídos de los ciudadanos, como ya sucediera en Nueva York con Sensation (1999), donde retiraron la financiación pública del museo.

Pocos niegan hoy el derecho de la libertad de expresión incluso para criticar o despreciar lo más sagrado, aunque, con las revueltas planetarias en torno a las célebres caricaturas sobre Mahoma del semanario Charlie Hebdo, destacados representantes de la izquierda política se alzaron reclamando un respeto y prudencia (Habermas) que no se ejercían, sin embargo, con el cristianismo. Incluso obras clásicas, como el Mahoma de Voltaire, donde comprendemos también la mentalidad de la época, han producido grandes diatribas a la hora de mostrarse en público, por temor a los fanáticos terroristas.

La exposición del escandaloso Ferrari comienza con una fotografía del Juicio Final de Miguel Ángel, donde las figuras de Jesús, María o los santos aparecen ensuciadas por excrementos de paloma y entre panfletos del autor argentino –escritos o visuales– donde Dios bendice a los torturadores. Junto a obras que juegan con la caligrafía y abstracciones de cierto interés, lo más destacable es la colección de «juguetes» y rudas «ocurrencias visuales», collages, de clara herencia surrealista, uniendo fotos e imágenes clásicas en obsesiones sexuales y antirreligiosas: una anunciación en el despacho de la cancillería nazi, donde Hitler dirigía el infierno; nazis junto a la apacible figura de Cristo o papas, como Juan Pablo II, que los sufrió... La figura de Jesucristo, de quien celebró la mayor parte del planeta su nacimiento en recientes fechas, aparece como juez sobre la punta de un falo erecto en una pintura pornográfica del clásico nipón: Utamaro; ostentación de órganos copuladores sobre el altar de una iglesia, bajo la mirada del Pantocrátor; fornicadores entre el ángel que anuncia la Encarnación a la Virgen María; Camasutra junto al descendimiento de la cruz (muchos protestarían por esa burla junto a la imagen de cualquier otro difunto bajo tortura). Dios bendiciendo catástrofes y horrendas matanzas, como si fuera su causa; molestando a cristianos, judíos y musulmanes, pues su teología explica que el mal no es querido sino solo tolerado por la Divinidad... Aparece una burla sobre el Muro de las Lamentaciones, aunque Mahoma o el islam apenas se tocan.

¿Algún país europeo se atrevería a hacer hoy una exposición estatal que ridiculizase a la religión musulmana? ¿Cobardía o prudencia? La exhibición de este tipo de manifestaciones, con fondos estatales, permite una reconsideración general sobre el destino del dinero público, pues si se hacen en contra del parecer mayoritario de la ciudadanía pueden resultar contraproducentes. Esta exposición, que ha atraído incluso a familias con sus niños, resulta claramente blasfema y manifiestamente pornográfica, irritante para muchos, aunque haya también quien las aplauda.

El mismo artista, al que señalan como defensor de la tolerancia y los derechos humanos, escribía en una obra realizada sobre una caja de fósforos: «La única iglesia que ilumina es la que arde. ¡Contribuya!». ¿Se permitiría algo así expresado contra el Partido Comunista, el Socialista o una asociación transexual?

La defensa de la libertad de expresión y la bondad del pensamiento crítico en este tipo de muestras –con dinero público– podría conducir, por el mismo principio, a tener que permitir también exposiciones de autores contemporáneos defendiendo el racismo, el machismo, la persecución de los homosexuales, etc. Un estado neutral, laico, ¿puede acaso atacar oficialmente a las religiones de sus ciudadanos? Defender radicalmente la libertad privada no implica usar del mismo modo las instituciones estatales, pues con ello se merma el prestigio de las artes y permite reclamar que los presupuestos se dediquen a mejores labores, y más ahora, ante tantas necesidades.