Política

Política de bar

Lo importante ya no es la política, sino que el otro no gobierne

Para enterarse de lo que pasa hay que bajar a los bares. Los griegos tenían sus ágoras y los romanos sus foros, pero nosotros lo que tenemos son bares, que, además de algún tipo de definición cultural, sirven de desahogo social. Son como el diván público donde la platea da aliento a sus enfados y corajes. Lo que ocurre ya no está en los diarios o la televisión. Ahí está solo lo oficioso, la agenda urgente que nos deja el acontecimiento. Es como las fechas para los libros de Historia o el nombre del rey godo que hay que memorizar. El pálpito continúa estando en la calle, en la barra de las cafeterías, que es donde la parroquia se acoda para descamisarse en unas garlas sin pelos en la lengua. O se anima y va y toma la Bastilla por sorpresa. El pueblo es tan paciente como temperamental. Nunca se sabe por qué dehesa va a salir.

Los medios hablan de elecciones, de mociones de censura, de postulaciones varias y de estrategias partidistas, pero eso, para el común, que somos la mayoría, es una camisola que viene amplia, como dada de sí, como un amor de verano en pleno febrero. Uno, para enterarse, puede zambullirse en las gravedades de los debates y tertulias matinales, se baja al bareto de la esquina para tomar algo y percibir cómo el vecindaje va encajando estos derramamientos autonómicos y ministeriales.

La gente está muy metida en lo menudo, en el perímetro de sus estrechuras, que es donde se desenvuelve, en la factura eléctrica o de las eléctricas, la derrama inoportuna o lo que cuesta la barra de pan. Estos espectáculos de lo político están alterando la conversata, un hábito hecho siempre de mucha francachela. El diálogo de la clientela viene adulterándose con estas preocupaciones y el resultado es igual a cuando se te corta la mayonesa. Los tactismos del poder están alterando la sangre, que ya baja muy amotinada por la pandemia, economías frustradas y otros asuntos colaterales, y hace que la gente se embrolle en broncas bizantinas que aportan poco y remueven los humos. Los paisanos se lanzan a discutir sobre Pablo Iglesias o Isabel Díaz Ayuso, y el resultado es idéntico a si estuvieran discutiendo qué es mejor: los churros o las porras. Lo que nos habla, más que del paladar, de las polarizaciones que calan en el ánimo. Quizá sí está acertado uno al asegurar que estas elecciones no se hacen desplegando programas, sino haciendo campaña contra el otro, que ya no es un adversario, sino el mismo enemigo. Vamos que lo importante ya no es la política, sino que el otro no gobierne. Así que ahora ya no existen programas sociales o económicos, sino que todo se reduce a comunistas y fascistas. Mejor, imposible.