Canal de Suez

¡Una ballena varada!

Eso es lo que somos: cosas que encallan en un continuo de fracasos absurdos y victorias azarosas

Un barco se ha atravesado en el kilómetro 151 del Canal de Suez como una espina de 400 metros de eslora de lado a lado de la garganta del comercio mundial. La escena tiene el magnetismo encantador de las cosas que salen mal. En el carguero tendido entre las dos orillas desesperadamente rectas del canal habita la concepción misma del error, una forma casi ancestral de desdicha que siempre se presenta en formas sencillas, espontáneas y eficaces: un golpe de viento por la borda de babor, un despiste, un volantazo. No puede uno dejar de contemplar la imagen del portacontenedores porque representa la perfección de un fracaso y contiene la magia última de las cosas que nos suceden, pues la vida y el tiempo no pasan: suceden.

Cuando el temporal en el Índico, el navío jugaba sobre las montañas de agua –«de blancura coronadas», escribió mi padre–, y hoy se clava en la tierra de la orilla, quieto y desahuciado como una ballena varada en la playa. En las ciudades que tienen mar se mide el paso del tiempo por las cosas que van apareciendo en la costa: la tortuga, el barco naufragado, el cadáver, la ballena, etc. Se da un sobrecogimiento muy especial que por momentos podría confundirse con la ilusión cuando alguien grita «¡Una ballena varada!» y, enterada del suceso, la población deja todo lo que está haciendo en ese momento y corre hasta la orilla a contemplar lo que les ha traído el mar. Allí queda un rato asistiendo al objeto con la suficiente cercanía como para sobrecogerse con su forma, su tamaño y su olor y así, con el paso de los años, los viejos llegan a confundir los nombres de sus hijos, pero ninguno se olvida del día en que vio la ballena en la playa acostada sobre la arena, el cansancio y la Ley de Newton.

Nos enloquecen los naufragios y las empresas descabelladas. Los faraones egipcios ya soñaron con el canal. Darío I, emperador de Persia, concibió unir el Nilo y el Mar Rojo por un hilo de agua. El 10 de abril de 1859, el ingeniero francés Ferdinand de Lesseps comenzó la faraónica obra. Hasta que llegaron las dragas, los obreros vaciaban el canal a mano. Murieron miles. Diez años después, inauguraron uno de los mayores atajos para la navegación mundial. Asistió Eugenia de Montijo. Recorrerían la vía millones de navíos y cientos de especies invasoras que llegaron del Mar Rojo a conquistar el Mediterráneo en una corriente asesina que bautizaron como migraciones lessepsianas porque a uno siempre lo terminan recordando por lo malo.

Estamos desposados con el azar. Vivimos en este transcurrir de sucesos en el que construimos imperios con la sola secuencia de ceros y unos, y lanzamos un robot a las llanuras de Marte, pero se nos atrancan las cosas más nimias. Eso es lo que somos: cosas que encallan en un continuo de fracasos absurdos y victorias azarosas. En perspectiva, representamos el instante que precede a un parpadeo, una raya en el agua, una especie condenada a olvidar que su paso por la historia del Universo será fugaz como la luz de un rayo. Vivimos pensando en qué haremos el fin de semana mientras volamos sobre la superficie de una bola rellena de fuego que da vueltas por el vacío a miles de kilómetros por hora y a la que nos sujeta con alfileres la gravedad, una fuerza magnética invisible contra la que palea un tipo con una excavadora en el kilómetro 151 del Canal de Suez.