Historia

La escalera más disputada del planeta

¿Por qué siguen derramando su sangre de manera recurrente, en nombre de un Dios que, en el fondo, comparten?

Quien haya leído alguna de mis novelas sabe que los «lugares sagrados» me fascinan. Aunque soy consciente de que su sacralidad es una etiqueta inspirada por la necesidad humana de trascendencia, están detrás de toda mi literatura y de mis obsesiones más personales. Llevo décadas condicionando viajes y lecturas a ellos sin importarme si son un simple crestón con petroglifos en África, los cimientos de una kiva apache en Nuevo México, una catedral en Francia o un menhir en Galicia. Mi interés –lo sé– tiene algo de atávico, de prehistórico. Y es que, querámoslo o no, esos enclaves llevan eones condicionando a nuestra especie. Ahora sabemos que Atapuerca fue uno de ellos, acaso de los más antiguos. Tras él, con la llegada de los Sapiens, aparecieron los santuarios rupestres del Sur de Europa o los templos megalíticos del Mediterráneo. En cada caso, y aunque no esté escrito en ninguna parte, su ubicación marcó culturas, privilegios, lindes, pactos y hasta guerras que han condicionado lo que somos.

Puede que algunos piensen que hoy, en este mundo «moderno» y «laico», esos axis mundi han perdido toda influencia sobre nosotros… pero nos equivocaríamos.

Detengámonos en lo que está sucediendo ahora mismo en Jerusalén. Dos tribus de cultos diferentes se disputan no solo la ciudad sino, sobre todo, el control del promontorio amurallado que la domina. La explanada de las mezquitas no es un enclave cualquiera para ninguna de las dos. Cuando los hebreos llegaron hasta el monte Moriá en tiempos del rey David, el lugar había sido ya sacralizado por los jebuseos, una de las muchas tribus de Canaán. Éstos, influidos a su vez por sus vecinos sirios y mesopotámicos, habían santificado esa atalaya –y otras, como los hoy llamados montes Hermón, Carmelo y Tabor– para dirigirse a sus divinidades. Era una tradición que venía de antiguo. En la cercana Babilonia (un término que procede de Bab-Ilani, «la puerta de los dioses») habían construido zigurats emulando escaleras que pudieran acercarles al cielo. Todos tenían siete niveles, uno por cada región celeste de su fe, y se levantaron con ladrillos de barro cocido porque –a diferencia de la vecina Siria– en Babilonia no había montañas que cumplieran con esa función ascensional.

Tres milenios después, el mismo suelo sigue siendo objeto de disputa. Cada parte en liza enarbola sus «derechos históricos», olvidando que ellos mismos no son sino okupas de un terruño que lleva desde la prehistoria siendo codiciado únicamente por su función simbólica de «escalera al cielo». La escalera más disputada del planeta.

Si uno visita la zona y se toma el tiempo de hablar con judíos y palestinos por igual, no será raro que la conversación derive hacia el sueño de Jacob. Es una historia del Génesis. Se ha contado y pintado mil veces también en Occidente; en el Museo del Prado, sin ir más lejos, tenemos varias obras maestras que la recuerdan. Cuenta que el nieto de Abraham, el verdadero padre del monoteísmo judío, cristiano y musulmán, se quedó dormido una noche sobre un maqom (un lugar o piedra santa) y que al poco vio cómo sobre él descendía una escala en cuyo último peldaño se intuía la presencia de Dios. «¡Qué temible es este lugar!», exclamó al despertar. Y aquello, claro, marcó el enclave.

En esa latitud toda la civilización se levanta sobre visiones así. No hubo líder religioso que no las tuviera. En el caso de la explanada de las mezquitas, los judíos la veneran porque en su centro creen que está la roca sobre la que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac antes de ser detenido por el brazo de Yahvé. El peñasco lo protege hoy la Cúpula de la Roca. Para los musulmanes, además, fue en la vecina mezquita de Al Aqsa desde donde el Profeta voló de Jerusalén a la Meca cruzando los siete cielos. Lo hizo a lomos de una prodigiosa mula llamada Al-Buraq. Ambas visiones o experiencias de contacto con lo sagrado –así podemos llamarlas, sin ofender a nadie–evidencian que esa planicie fue tenida desde antaño por un enclave donde la comunicación con «lo alto» funcionaba en ambas direcciones. Dios hablaba allí, pero también era posible dirigirse a Él.

Aunque se trata de un concepto compartido por unos y otros, llama la atención que todos ignoren tozudamente su otra enseñanza. Y es que, pese a que ambas partes se saben herederas del legado de Abraham, pasan por alto que cuando Dios detuvo al patriarca para que no sacrificara a su hijo, estaba poniendo fin a la costumbre de inmolar humanos en suelo sagrado. Entonces, ¿por qué lo siguen haciendo ellos, derramando su sangre de manera recurrente, en nombre de un Dios que, en el fondo, comparten?

Quizá –como tantas otra veces– la respuesta esté escondida en las palabras que usamos. Cada vez que la mecha del conflicto judío-palestino prende, titulares y noticias se llenan de la palabra «escalada». Y escalada es, sin duda. Pero no solo en el sentido aumentativo del término… Recordémoslo.