Política

Perderlo

«¡Qué duro debe ser tener privilegios cuasi divinos, ilimitados, y perderlos!»

He visto a Trump en una reciente entrevista televisiva, muy mal peinado y peor teñido. A pesar de ser un multimillonario que goza de la plenitud de su senectud, y está casado con un pibonazo, majestad mundial del estilo, se le nota la pelijosa pérdida de privilegios presidenciales por doquier. Y que la pandemia ha hecho estragos en los departamentos de peluquería y maquillaje de los medios. Luego he contemplado las imágenes de una exministra española, antaño omnipotente y custodiada a tiempo completo por lo que parecían «Los Vengadores, Infinity War», ahora solitaria, sin aquellos «multicientos» guardaespaldas, y asimismo posiblemente adicta a la peluquería casera. Lucía desconcertada y mosqueada porque le habían anulado una comparecencia sin avisar; llevaba una irritación del calibre doce largo que parecía un complemento más del típico «outfit» para ir a declarar al juzgado. Estaba en los pasillos de uno de esos sitios, que antiguamente ella hubiese pisado con garbo rodeada de una multitud de escoltas y pelotas, y que ahora semejaba a los corredores desolados de un viejo psiquiátrico en espera de que llegue Stanley Kubrick para rodar el anuncio de una funeraria. He hilado –no con dificultad– ambas imágenes, tan distintas y distantes, y me he dado cuenta de lo efímero que es el poder (vale: ya sospechaba algo…). ¡Qué duro debe ser tener privilegios cuasi divinos, ilimitados, y perderlos! Eso no le pasa al común. Sin ir más lejos, yo no me veré en tales. Aunque también tengo lo mío: situaciones embarazosas que hablan de un pasado glorioso, ya desaparecido. Verbigracia, como no me arreglo desde lo del confinamiento (no desde que lo ordenaron en Podemos…), cuando me maqueo un poco no me conocen ni mis acreedores. El otro día, me vestí de domingo. Tengo a un pintor en casa, y cuando me vio salir emperifollada del dormitorio, me gritó: ‘¡¡Cheeé, sooo, alto ahí, oiga!, ¿dónde va usted?, ¡¿cómo ha entrado en esta casa?!’. No me reconocía, gracias a que me quité el chándal, y a mi amiga Margaret (Astor). O sea, un poco como un político que fue, y ya no. Que ya nunca.