Pedro Sánchez

Cataluña en otra encrucijada

Otra vez la ambición del poder, a cualquier precio, le lleva a ceder al chantaje

Hace unos días hablaba Francesc de Carreras, en la Real Academia de Doctores de España, sobre la necesidad de conocer el origen y devenir del nacionalismo catalán para comprender la actual situación en Cataluña. Una invitación de reminiscencias «orteguianas» invocando el método de análisis de los problemas históricos como fundamento para el diagnóstico y cualquier solución posible de los mismos. El propio don José en «La redención de las provincias» (artículos en El Sol, nov. 1927-julio1928) trataba de interpretar la historia de España en función del «problema catalán». La lectura de un proceso de más de un siglo, con el objetivo de llegar a su comprensión, exige una síntesis recogiendo los elementos más significativos. El primero nos remite al autonomismo administrativo, concretado institucionalmente en la Mancomunidad de 1914, con la tentación permanente de trascender al ámbito del soberanismo. Tendencia repetida cuando la debilidad de los gobiernos españoles, o las circunstancias internacionales, pudieran favorecer la ruptura de España, entre otras ocasiones, en la crisis de 1917; en la inmediata postguerra mundial. Primo de Rivera acabó con este periodo autonomista. La II República trajo el primer Estatuto de Cataluña (29-IX-1932), contra el cual se produjo el golpe de Estado de Lluis Companys, en octubre de 1934. Franco suprimió este Estatuto el 5-X-1938. Durante el franquismo no hubo problemas autonómicos y soberanistas, visibles al menos, pero el Caudillo concedió un trato privilegiado a la economía catalana y Pedro Gual Villalbí, ministro sin cartera, despachaba en el Pardo y en vía Layetana.

La llegada de la democracia alumbró el segundo Estatuto de Cataluña (25-X-1979), dentro del marco de la Constitución del 78 y del Estado de las Autonomías. Mientras se afianzaba el discurso único, falso y reduccionista que identificaba Cataluña con el catalanismo extremista, y su causa particular con el todo, ante la incapacidad, cuando no complicidad, de los gobiernos de España. Un conjunto de componentes arqueológicos y pseudoprogresistas, revestidos de prácticas totalitarias, malviven en el nacionalismo catalán excluyente, que enfrentado a la mayoría de los catalanes y al resto de los españoles, mantiene hoy la vieja historia de Cataluña como pueblo en conflicto constante, consigo mismo y con lo demás. Ellos son el problema, la causa y el motor de una «guerra infinita». Propugna aberraciones supremacistas, de inspiración «robertiana», aunque la imagen de sujetos como Torra las hagan difícilmente creíbles, y no renuncian a la misión imperialista, preconizada por Prat de la Riba, sobre los pueblos ibéricos, desde Lisboa hasta el Ródano.

La situación se complicaría a partir de 2003. El intento de alcanzar el poder llevó a Rodríguez Zapatero al Pacto del Tinell y a una serie de promesas imprudentes, a las fuerzas nacionalistas que, como se demostraría más tarde, no podía cumplir. El 12 de noviembre de ese año, en un discurso en el Palau San Jordi, aseguró que apoyaría la reforma del Estatuto que aprobara el Parlamento de Cataluña. Ni siquiera los nacionalistas más conspicuos esperaban tal concesión. Recordaba la más tímida «catalanofilia» de Azaña, quien en su discurso de 27-III-1930, en el restaurante «Patria» de Barcelona, apuntó, por un puñado de votos, a la posibilidad de la «separación» pacífica de Cataluña. En octubre de 2005, Zapatero intentó rebajar el nivel de su compromiso. Mientras extendía la ocurrencia, de que la Nación era un concepto discutido y discutible, dentro de la eufónica expresión «España nación de naciones», sin delimitar los aspectos etnoculturales y políticos. Abría así la puerta al soberanismo.

El jefe del gobierno español hacia almoneda de la unidad de España por intereses partidistas, ignorando que la raíz de la convivencia, en pueblos como los nuestros, es la unidad de soberanía. El resultado de las pulsiones zapateristas sería el Estatuto aprobado por el Parlamento catalán y ratificado por el Congreso en Madrid en marzo de 2006. La quiebra de la Constitución parecía importarle poco cuando otorgaba a Cataluña la consideración de nación y con ella la soberanía. El Tribunal Constitucional, por sentencia de 9-VII-2010, declaró inconstitucionales 14 artículos de aquel texto y puso límites a otros 23. Gran parte del PSC y las fuerzas independentistas se sintieron engañadas. Su afirmación de que Cataluña estaría mucho más integrada en España en el plazo de diez años fue otra más de las proyecciones a futuro habituales en un sector de la izquierda, cuya falsedad ha quedado en evidencia.

Lejos de tales teorías, la frustración generada llevó a un nuevo golpe de Estado y a la proclamación de una fantasmagórica República de Cataluña, cuyos instigadores huyeron o fueron detenidos, juzgados y condenados por el Tribunal Supremo como reos de un delito de sedición. Estos sujetos son los que el presidente Sánchez pretende indultar dando un paso más hacia la destrucción de la España constitucional, arrasando sus instituciones, sometiendo al Poder Judicial. Otra vez la ambición del poder, a cualquier precio, le lleva a ceder al chantaje y, tras la táctica acomodaticia de ERC, claudica para «acabar con el problema catalán». Será difícil llegar a un error mayor. Esta es la nueva encrucijada en la que se encuentra Cataluña, con un independentismo débil y enfrentado entre sí, al que el entreguismo sanchista viene a fortalecer, mientras desatiende los derechos de los demás catalanes y de todos los españoles.