Opinión

El Liceo

Hace unos días leí en la prensa que Philip Roth, el gran autor americano, Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2012, decidió dejar escrito en su testamento que sus archivos fueran destruidos a su fallecimiento. El mundo académico está bastante revolucionado ante la ejecución de la voluntad del escritor pero, salvo excepciones que yo bien conozco y he padecido, lo que dice un testamento va misa. Lástima que los simpáticos jueces actúen en ocasiones de forma visceral, o sea, atendiendo más a las filias y, sobre todo, a las fobias, y hagan lo que les sale de la entrepierna sin respetar las decisiones, las intenciones y los deseos de los muertos. Pero ese es otro cantar que, otrora, me reconcomía y que actualmente y a fuerza de gin tonics bebidos con mis seres queridos lo tengo asumido y casi olvidado, pero no perdonado.

Hablaba yo el otro día precisamente de lo bonito y lo reconfortante que resulta refrescar esos momentos que nos resultan inolvidables. Y todo este prolegómeno viene a cuento a propósito del Gran Teatro Liceo (me niego a decir Liceu porque estoy hablando en español, no en catalán), que guarda un anecdotario histórico que no voy a traer a estas escasas líneas sino que tan solo voy a pincelar o, más bien, dar unos brochazos, que tampoco una es tan fina, de lo que yo supe de este elegante coliseo y de mi experiencia en él.

Recuerdo que en 1994, vivía yo todavía en el campo, en un bucólico y solitario lugar al que los amigos no dudaban en venir, pese al latazo de tener que coger el coche y recorrer casi sesenta kilómetros para llegar hasta allí, generosidad que yo recompensaba con buena bebida y buena comida. En aquel año se declaró un incendio y todas las radios, televisiones, periódicos y medios de comunicación en general, que, por cierto, no eran tan abundantes como ahora, dedicaban muchos minutos diarios a la información de aquel hecho, que constituía una catástrofe cultural y que ya se había producido en otras ocasiones. Se decía que había una maldición sobre aquel templo de teatro y ópera. El muy querido Luis del Olmo, ponferradino de nación pero barcelonés de vocación, tuvo… digamos un lapsus al hablar con el reportero que se encontraba en el lugar de los hechos al preguntarle si habían podido descolgar los frescos para salvarlos. Fue muy comentado, pero el maestro es tan grande que se le perdonan hasta esos despistes.

Cinco años más tarde fue reabierto, una vez restaurado, y constituyó el hecho cultural y social más importante de aquel 1999. Tuve el honor de asistir, y allí nos dimos cita un importante grupo de gentes de la política, de la cultura y de la vida social. Vivía Samaranch y su mujer Bibis Salisachs asomaba su delgadez desde un palco como si el teatro fuera de su propiedad. Los Reyes presidieron aquel momento solemne, hubo breves palabras y después se hizo el silencio para dar paso a una representación de Turandot.

CODA. Como buena añorante que soy me entristeció ver a un petimetre como Sánchez en el escenario de tan prestigioso santuario de cultura. Ya nada es como antes. Ya nada volverá a ser como antes. Nuestros hijos y nuestros nietos vivirán una vida vulgar bajo la batuta de seres insignificantes como los que nos gobiernan. ¡Qué pena!