China

El PCCh a los cien

En lo político sigue siendo esencialmente un totalitarismo comunista que, con sus 95 millones de miembros en la organización partidaria, penetra hasta la más mínima actividad colectiva

A finales de los 50, Herbert Marcuse, un filósofo de la escuela de Frankfort, escribió «El Marxismo Soviético», obra referencial sobre un pensamiento que al haberse convertido en ideología de poder sin límites y en justificación de sus desviaciones de la recta doctrina y de sus excesos y fracasos, tuvo que realizar enrevesadas adaptaciones y espectaculares escamoteos de la realidad.

En el momento en el que el Partido Comunista Chino celebra su centenario por todo lo alto, pocos parecen plantearse de manera tan reflexiva en qué medida sigue siendo comunista y por ende marxista y anticapitalista. El consenso es que el sistema, en lo económico, se ha hecho capitalista, incluso ferozmente capitalista, pero no en absoluto liberal, con una economía de iniciativa privada, orientada y estrechamente vigilada por el Partido, pero que en lo político sigue siendo esencialmente un totalitarismo comunista que, con sus 95 millones de miembros en la organización partidaria, penetra hasta la más mínima actividad colectiva en la más remota aldea y obtiene su aliento y fuerza justificadora de un intenso nacionalismo. Comunista-maoista, es ahora la definición oficial.

Las celebraciones conmemorativas han estado dedicadas a la exaltación del papel protagónico del partido en todos los éxitos del país, en el interior y en el exterior. El discurso clave de Xi Jinping, que desde su ascensión a la secretaría del partido en el 2012 se ha hecho con el control de todos los resortes del poder, estuvo dedicado a mostrar cómo el partido es quien ha sacado a China de la pobreza, la irrelevancia y la humillación. La inconveniente realidad es que previamente, con Mao, hizo mucho por hundir a toda la sociedad en la miseria económica y la represión salvaje, que batió records históricos en un país con cuatro mil años de experiencia totalitaria. Desde que los comunistas se hicieron con el poder en 1949 hasta que unos pocos años después de su muerte en el 76, el no menos comunista pero mucho más realista y pragmático Deng Tsiaoping inició las reformas y apertura al mundo, China había sido un perturbador paria internacional.

Desde comienzos de los ochenta, el abandono del histérico antioccidentalismo, sobre todo antiamericano, la apertura al mundo, la introducción de un grado de iniciativa privada, un ligero aflojamiento de los controles políticos, promovieron un desarrollo económico continuo, aunque un tanto espasmódico, que partiendo de muy bajo, en un par de décadas alcanza deslumbradores crecimientos anuales de dos dígitos. Ese proceso ha estado lleno de incógnitas, los datos oficiales no parecían fiables, y cada poco tiempo las rémoras del pasado y las limitaciones de la racionalización de la economía parecían crear obstáculos paralizadores o al menos ralentizantes, que para desconcierto de muchos analistas se han ido superando sin interrumpir la marcha ascendente.

Una vez más, en el momento en que el pasado jueves día 1 de julio Xi entona el canto de las excelencias del sistema chino, no deja de haber observadores que atisban nubarrones oscuros sobre el futuro, que requerirían no más, como es el caso actual, sino menos controles y mayor racionalidad de mercado y finanzas, lo que no es en absoluto la intención de los dirigentes actuales. Quedando atrás los crecimientos de dos dígitos de un año para otro, asociados a la etapa inicial de despegue, los gobernantes actuales se conforman con un 6 o un 5%, que en occidente sería un sueño, mientras que se complacen en el papel de motor industrial del mundo y en la extendida y cada vez más manifiestamente ambiciosa presencia política en todo el planeta.

Quizás la frase del discurso de Xi que ha tenido mayor repercusión internacional es la que anuncia que el pueblo chino «jamás permitirá que ninguna fuerza exterior nos intimide, oprima o esclavice». Cualquier leader nacional gustaría de poder decir eso si llegase a ser necesario, pero dicho por un gigante, embarcado en un desenfrenado proceso armamentístico, y con un largo pasado imperial que no renuncia a resucitar en su periferia y extender más allá, suena no ya a desafío, que es el tono general del discurso, sino abiertamente amenazador, en la rimbombante frase que viene a continuación: «Quien lo intente será apaleado y pagará con su sangre al chocar con la gran muralla de acero forjada por más de 1400 millones de chinos con su carne y sangre». No parece que nadie pretenda tal cosa, por lo que habría que pensar que la amenaza se refiere a los intentos de frenar ambiciones obvias en la política exterior, que el cada vez más afirmativo Xi ha ido explicitando en los últimos tiempos.

Ni más ni menos que sustituir a Estados Unidos en su papel internacional desde 1945, digamos, sin entrar en matices, que hegemónico. Esto, desde luego, no le gusta nada a sus vecinos asiáticos, que durante siglos han querido zafarse de la apremiante influencia china. Está suscitando crecientes recelos en los poco combativos europeos. Ha puesto en alerta a los americanos, aproximando las en otros aspectos antagónicas políticas de Biden y Trump. Pero ni siquiera les gusta a los chinos que han saboreado la libertad, incluso en condiciones coloniales, como es el caso de Hong Kong, o desgajándose de la madre patria, mientras dure las incompatibilidades de régimen, como sucede con Taiwán. Y Taiwán es un punto casi al rojo vivo que nadie puede descartar que llegue al estallido.

Manuel Coma, es profesor (jub.) de Mundo Actual de la UNED