Pandemia

Aún queda camino

Unidad, pide el Rey. Unidad. ¿Dónde estará?, se pregunta Jesús. ¿En qué casilla de sus intereses políticos la habrán colocado los gestores de nuestra cosa pública?

Jesús ha pensado muchas veces cómo sería la muerte de su hermano Gerardo solo en aquella UCI del hospital comarcal. Imaginaba su miedo, su soledad, la devastadora conciencia de caminar hacia el final sin tener al lado a quienes has amado o te aman. ¿Cómo será irse sin poder respirar el aire tenue de las palabras de aliento?

Lo ha evocado tanto que casi ni duele volver a hacerlo. El sonido monótono de los monitores, esos bips que marcan el ritmo de la vida que vas gastando, el aire que rasca áspero las tráqueas de plástico, el roce de las sábanas cuando intentas cambiar de posición, harto de sufrir en la misma postura. Todo eso pasó Gerardo para terminar muriéndose solo.

Lo sabe muy bien porque realizó el mismo viaje, aunque a él la fortuna le deparó mejor destino: sobrevivió. Pero el calvario es compartido, y la memoria de lo íntimo, de sus miedos y desesperación, lo aplasta como un aire pesado y frío que paralizara todo aquello en que se posa. Si sabes lo que se sufre, sufres cuando otros lo están pasando. Sobre todo si quien lo hace es tu hermano.

La memoria y la ausencia asaltan a Jesús cuando ve en la tele el resumen de la ceremonia en recuerdo de los sanitarios que perdieron la vida. Una joven médico, hija de un cirujano que murió de Covid, pide paciencia y memoria, que no nos olvidemos de lo que hicieron, los jirones y la misma existencia que muchos se dejaron. Clama también el Rey por mantener vivo su recuerdo, mientras pide unidad para hacer frente a lo que todavía nos sigue amenazando la salud y arrebatando lo que tenemos. Porque esa es otra, somos cada vez más pobres; Jesús lo es más desde que todo esto empezó. Estuvo de baja los dos meses de incertidumbre en que la Covid tomó el mando de su existencia, y a la vuelta se encontró con un ERTE en el que todavía sobreviven él y su familia: Amparo no trabaja y su hijo Samuel apenas puede enviar dinero desde Londres, donde sigue de enfermero aunque no sabe por cuánto tiempo. Él no está entre ese siete por ciento de españoles que sufre graves carencias, ni es uno de los mayores de 65 que roza la pobreza -dos de cada diez- pero tiene miedo a lo que pueda pasar cuando se acabe el ERTE, porque se está comiendo poco a poco los ahorros de toda una vida. Que no es que fueran muchos, pero aliviaban bastante la incertidumbre sobre el futuro. Ahora conviven con ella como esa música ambiente que termina definiendo una etapa de tu vida como si sólo ella hubiera sonado.

Unidad, pide el Rey. Unidad. ¿Dónde estará?, se pregunta Jesús. ¿En qué casilla de sus intereses políticos la habrán colocado los gestores de nuestra cosa pública? En la misma que la de la gobernanza, el cajón de los compromisos olvidados. Qué digo cajón, piensa, el trastero donde se esconden, porque son tantos y tan amplios que no caben ni en un estante ni en un armario. Lo peor es que encaramos el verano con la misma fragilidad con la que estamos surfeando la quinta ola, que es la división, la gestión singular de cada autonomía; cada sanidad, casi cada comarca por su cuenta, como si estuviéramos ante un enemigo limitado y uniforme. Cierto es que hay alivio en la expansión de las vacunas y que en esta quinta ola la presión sobre los hospitales es moderada, pero ¿y si sigue creciendo? ¿qué haremos entonces? No alarmemos ni nos angustiemos más de la cuenta, escucha en una tertulia radiofónica. Pero, ¿cómo evitarlo? Él sabe lo que es sufrir y lo que es perder por culpa de este maldito virus, y cree que mientras no se haya ido del todo es frívolo bajar la temperatura del temor, que es lo que alimenta la prudencia. Si aún sabiéndonos vulnerables nos exponemos por descuido u osadía, ¿qué no haremos si se expande la impresión de que esto se acaba? Claro que no hay que cerrar hoteles ni clausurar bares, pero ¿y si no perdemos el hábito de la mascarilla también en la calle y guardamos la distancia de salud entre nosotros? Tampoco estaría mal que en estos tiempos de todopoderosa tecnología, de inteligencia artificial y big data, invirtiéramos algo de tiempo y esfuerzo en medir de verdad la expansión en locales cerrados, la capacidad de moverse el virus en espacios que ahora consideramos peligrosos por intuición. ¿Por qué no se hace? Y si se ha hecho ¿cómo es que nadie publicita sus resultados? No existe lo que no se mide, pero se siguen adoptando decisiones de limitación más hijas de la intuición que del dato, tomadas a ciegas, por tanto.

Por libre, a ciegas y con la falsa convicción de que estamos ya en el final.

¿Queremos homenajear a los sanitarios, recordar a las víctimas? Pues exijamos rigor en los que mandan y apliquémonos nosotros la prudencia que salva vidas. Esto está aún lejos de terminar.