Pandemia
La pandemia que no cesa
Lo único cierto a estas alturas de la supuesta «inmunidad del rebaño», no es lo primero, sino lo segundo
Esta peste cuyo final cuesta precisar, cada vez más, ha sido, es y será, por tiempo indefinido, causa de gravísimos problemas, en cuya enumeración no hace falta insistir. Un catálogo de males que cada día estamos todos más cerca de padecer. Incluso los jóvenes que se creían inmunes. La desorientación acompaña momentos de esperanza y recaídas angustiosas en este proceso descontrolado. La ciencia, a pesar de los avances producidos, sigue presentando más incógnitas que soluciones. Día a día centenares de noticias en multitud de páginas y espacios audiovisuales, además de las redes sociales, principal báculo de la confusión, aplastan literalmente al ciudadano, con cuanto toca a la pandemia; repitiendo «certezas» de diferente signo; pronósticos dudosos que se anuncian como verdades incuestionables; opiniones con escaso o nulo rigor científico; mensajes tranquilizadores o lo contrario,… etc. Así llevamos padeciendo, constantemente, esta agresión durante año y medio, y amenaza con seguir. Lo único cierto a estas alturas de la supuesta «inmunidad del rebaño», no es lo primero, sino lo segundo. Ni somos, ni estamos inmunes, pero sí nos comportamos como un agregado animal.
La velocidad a la que se suceden, «informaciones» y «desinformaciones» la sitúan, casi inevitablemente, en el campo de las emociones. El barullo se ha impuesto sobre el discurso clarificador y convendría recordar que las palabras, con o sin sentido, se apoderan de nosotros, impulsando comportamientos cerriles, en la mayoría de los casos; a la par que algunos, los menos, verdaderamente ejemplares. Cabe, sin embargo, otra lectura, más reflexiva, práctica y menos practicada, que no va únicamente a las secuelas causadas en los humanos por la infección vírica, sino a los efectos que la reacción social provoca en la propia evolución de la enfermedad. El virus ha condicionado nuestras vidas, produciendo innumerables víctimas; al menos innumeradas durante mucho tiempo. Pero, sobre todo, en la manera, positiva o negativa, en la que hemos dado respuesta a su desafío. Más allá de la Covid-19 y todas sus secuelas en el plano físico, debidas al SARS-COV2 y sus familiares, la «hija delta», «la hija beta», por no llamarlas de manera más procaz, y cuántas puedan ir naciendo, sin omitir la muy dañina «variante independentista», hay unas afecciones espirituales, generadas por esos mismos agentes, cuyas múltiples manifestaciones difieren grandemente de unos casos a otros. No podemos permitirnos el olvido de cuánto y cómo ha sucedido; de sus responsables y de sus víctimas. Hemos de aprender de lo vivido.
Uno de los pocos mensajes, llamando a aprovechar las lecciones que una catástrofe como la Covid-19 nos ofrece, ha sido y es el de su Majestad el Rey. Hace solo unas fechas volvía a señalar algo fundamental: «toda crisis nos desvela individual y colectivamente», ofreciéndonos la posibilidad de conocernos más, saber mejor de nosotros y de los demás; o lo que vendría a ser lo mismo, vivirnos con mayor coherencia. Esa clarificación ha mostrado lo mejor y lo peor de todos y cada uno, pese a la confusión interesada en diluir las imágenes de lo ocurrido, entre una bruma de intereses bastardos. A un lado quedarían los que cumplieron con su deber por encima de todo. Al otro los irresponsables, insolidarios, y mezquinos decididos a mantener su posición, relativamente privilegiada, a cualquier precio. Los primeros confirman que, en casos extremos, incluso «sufrir y llorar significa vivir», como escribió Dostoyevski. Los otros, simplemente, no fueron capaces de luchar noblemente por la vida. En tiempos de manipulación de la memoria colectiva hasta extremos liberticidas, es una obligación moral, evitar sin miedo, el olvido y la manipulación también en este pasado-presente. Pensemos, por ejemplo, que esos ancianos, a los que ahora reconocemos como elementos clave en la existencia de cualquier sociedad, tuvieron que eludir, y no todos lo lograron, la sentencia de muerte encubierta por el pánico y la crueldad de los que solo pensaron en «salvarse», a sí mismos o sus cargos, cediendo a la demagogia más sórdida e inmoral.
La Covid-19 se la debemos al coronavirus; la pandemia, en cuanto a forma y alcance de la misma, es el efecto, en gran medida, de nuestras propias limitaciones y errores; el espejo de nosotros mismos. Un muestrario de carencias la conforman, empezando por las de naturaleza científica; la pésima gestión marcada por la egolatría y las tentaciones totalitarias, y la complicidad sumisa de tantos ciudadanos. Se evidencia, en estos días la inconstitucionalidad de los abusos y errores cometidos en algunas disposiciones de gran calado, dictadas por el Gobierno; desde la sectaria Dirección de Radiotelevisión Española a las medidas de confinamiento. ¿Y ahora qué consecuencias deparará esto a sus autores?
Mientras, puede ocurrir lo mismo con la Ley de Seguridad Nacional o la Ley de Memoria Democrática (curioso calificativo, como si lo democrático fuera imponer a todos lo que se debe pensar, decir y escribir). En otra cara de la pandemia, el Ejecutivo, refuerza la campaña dirigida a someter al Poder Judicial. No falta algún miembro del Tribunal Constitucional que provoca graves recelos abogando por mancharse la toga con el polvo o lodo político. Algo recurrente, a lo que en su día respondió el entonces Fiscal General del Estado Torres Dulce, invocando el escrupuloso cumplimiento de la Constitución y de la ley como funciones del Poder Judicial y garantía de un estado de derecho cada vez más enfermo.
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